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miércoles, 22 de junio de 2011

Arturo Álvarez Buylla Roces y la riqueza de las neuronas


El carismático y entretenido secretario de Hacienda Ernesto Cordero Arroyo anunció hace unas semanas que México dejó de ser un país pobre. El secretario determinó, brillante y sagaz, que los 80 millones de pobres que viven en México no hacen de México un país pobre. Es decir, están en México, viven en México, pero no son México ni definen a México, aunque sean cerca de 80 por ciento de la población. Son algo así como lo más mexicano de lo “no México”. Si acaso, son un problema de pobreza muy importante que tenemos que enfrentar, que estamos enfrentando, que estamos resolviendo (sic).

Mano de Álvaro Obregón con moneda incluida
Ernesto Cordero es un ejemplo de ese olfato, ingenio y efectividad que tanto admiro de la clase política mexicana para encontrar riqueza en las condiciones más inhóspitas e inesperadas. Su habilidad me recuerda a esa anécdota que se cuenta sobre el brazo derecho que Álvaro Obregón perdió en una cruenta batalla revolucionaria: para encontrar el despojo y enterrarle con los honores militares debidos, el general, sin perder el buen humor, sugirió que lanzaran una moneda de oro al aire para que la mano codiciosa se alzara entre los cadáveres y la atrapara.

Hay, sin embargo, mexicanos que prefieren buscar la riqueza lejos del elevado sentido del humor de nuestros políticos. Es una riqueza ciertamente extraña para nuestra clase política, pues demanda esfuerzo continuo pero no produce abultadas cuentas bancarias ni cargos públicos. Arturo Álvarez Buylla Roces, por ejemplo, decidió buscar la riqueza en una fascinante posibilidad: su cabeza; para ser más precisos, su cerebro, o de hecho el cerebro de todos.
Comparto con Arturo la fortuna de haber recibido una preparación científica excepcional en la licenciatura en Investigación Biomédica Básica en la Universidad Nacional Autónoma de México. Uno de los planes de formación científica más ambiciosos y exitosos del país. Fue ahí donde supe de Arturo por primera vez. Siendo él ya un reconocido científico y yo un estudiante de recién ingreso, Arturo mostró en una reunión de ex alumnos un alucinante video en el que una afanosa neuronita recorría la pantalla de un lado a otro, trotando con una determinación y tenacidad que ya envidiarían nuestros marchistas olímpicos. Para entonces, Arturo llevaba varios años trabajando en la Universidad Rockefeller, en Estados Unidos, donde obtuvo su doctorado en neurobiología. Sus intereses lo llevaron a ser testigo en primera fila de nacimientos que se creían imposibles. Arturo formó parte de un grupo selecto de científicos que demostró que un área particular del cerebro de canarios incorpora neuronas nacidas después de que los polluelos salieron del cascarón.

Investigaciones como esta derribaron la creencia que se tuvo, por alrededor de 100 años, de que no se producen neuronas nuevas después del nacimiento. Pero la historia tiene, además, un toque particularmente romántico. Los canarios, como otras especies de aves, tienen la capacidad de aprender canciones para cortejar a las hembras durante la época de apareamiento. La producción de nuevas neuronas —o neurogénesis— produce células que se alojan en una parte especial del cerebro del canario relacionada con el canto. Parece ser que tener neuronas frescas puede ser sexy; al menos entre los canarios.

Posteriormente, Arturo estudió un área pequeñita parecida a una curiosa cueva en la profundidad del cerebro de ratones. Descubrió que en las paredes de dicha cueva, llamada área subventricular, nacen nuevas neuronas a partir de un grupo de células llamadas glía. Estas neuronas recién nacidas demuestran muy pronto una vocación viajera, que las mueve a abandonar su acogedora cuevita para marchar en caravanas de decenas de células al bulbo olfatorio. El viaje completo es de 5 a 8 milímetros. Si consideramos que una célula de este tipo mide de 10 a 15 millonésimas de metro, el total del recorrido es equivalente a lo que para nosotros sería marchar un maratón de unos 56 kilómetros (considerando un paso medio de 70 centímetros). Nada mal para un recién nacido, ¿no creen?




Hoy sabemos que la neurogénesis no sólo sucede en aves y roedores, sino en muchos otros vertebrados, incluido el ser humano. Desde su actual puesto en la Universidad de California-San Francisco, Arturo investiga la posible relación de la neurogénesis y la incidencia de varios tipos de tumores cerebrales.

Por sus contribuciones al entendimiento de la extraordinaria riqueza cerebral, el doctor Arturo Álvarez Buylla Roces fue galardonado, a fines de mayo pasado, con el premio Príncipe de Asturias en la categoría de investigación científica y técnica. Este galardón, el más importante al avance científico en Hispanoamérica, se suma a los muchos que ya premian las investigaciones de este científico. Sin embargo, para Arturo este premio tiene un significado especial, un significado que le viene de familia. El doctor Arturo Álvarez Buylla Roces es miembro de una familia devota de la ciencia y la cultura. Una familia, además, preocupada por la opresión y la inequidad, que llegó a México como parte del exilio republicano español. Arturo es nieto de Arturo Álvarez-Buylla Godino, fiel oficial a la república española asesinado por el franquismo; y de Wenceslao Roces Suárez, jurista, traductor y comunista mexicano que enriqueció la cultura universitaria y nacional. Es también hijo de dos connotados fisiólogos, Elena Roces y Ramón Álvarez-Buylla, y hermano de María Elena Álvarez Buylla Roces, reconocida científica, ciudadana comprometida y excelente maestra en la UNAM.


Mexicanos como el doctor Álvarez Buylla Roces y familia demuestran que la búsqueda del conocimiento y la emancipación son, aún en tiempos de cinismo, un hilo de esperanza para entender la riqueza alejada de la vanidad de los secretarios de Estado y su séquito de estulticia. La riqueza, como seguramente la entiende el nuevo Premio Príncipe de Asturias, se encuentra en el amor al trabajo creativo, al conocimiento, la disciplina y, por ejemplo, a las neuronas jovencitas galopando en plena marcha por el cerebro.

Otras marchas, con otros sentidos de riqueza igualmente alejados de la barriga obscena del discurso gubernamental, comparten un entendimiento similar. Una de ellas, la Marcha por la Paz con Justicia y Dignidad, llegó hace unas semanas a Ciudad Juárez. Bienvenidas todas las marchas.









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domingo, 22 de mayo de 2011

Los mudos y el silencio

Texto publicado originalmente en Emeequis el 21 de mayo del 2011:
http://www.m-x.com.mx/2011-05-21/los-mudos-y-el-silencio/


Hermano:
Tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola...
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo...
mas yo te dejo mudo... ¡Mudo!
¿Y cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción? 

Con estas palabras León Felipe sentenciaba a Francisco Franco. Desde su exilio en México, en 1939, el poeta lanzaba su reclamo al hermano voraz y vengativo que destruyó la pujanza de la joven república española. La dictadura franquista lanzó al éxodo y al viento a cientos de miles de españoles que lejos de la bota militar rehicieron amores y vida. La voz de León Felipe ―mitad oración, mitad arenga; pero nunca odio― arrojó desde su garganta rota y desesperada la mudez con la que le llenó la boca al tirano. El poeta se llevó la voz, el salmo, la canción con la que los hombres levantan toda cosecha. Dice el maestro Miguel Ángel Granados Chapa que Javier Sicilia es un poeta en silencio. Quizá sea cierto. Con la misma garganta rota de León Felipe, ante el asesinato de su hijo Juan Francisco Sicilia Ortega, Javier Sicilia le arroja al mundo una sentencia granítica, una lápida de dolor y desamparo: "El mundo ya no es digno de la palabra”.
Javier Sicilia es pues un poeta en silencio. El poeta abandona los planetas, las telarañas de papel con que se fabrican los poemas. Desconsolado renuncia a los hallazgos sigilosos: el poema se extingue, el murmullo colapsa, el verso reseco desaparece. Sin embargo, Javier Sicilia no es un poeta mudo. La mudez ―esa que León Felipe nos enseñó― es el triunfo estridente de la ignominia, el grito absurdo de la crueldad, el escándalo ampuloso de la hipocresía. No hay nada más mudo que el rugido enorme con que los hombres se tragan unos a otros. 

 Lejos de ese rugido la poesía de Sicilia sobrevive, se intensifica. Una extraña fuerza inunda no sólo las hojas, los susurros, la oscuridad. Ese soplo misterioso no está en el papel ni en la tinta; es inútil buscarlo en los gestos del lector o las obsesiones del poeta. La poesía con que se encienden las palabras no está sólo en las palabras.

Más allá de los poemas, la poesía de Sicilia está en los pasos de Sicilia, en la empecinada esperanza de Sicilia, en el dolor del padre Sicilia por 40 000 cadáveres mudos y apilados. La voz de Sicilia habla del bramido del crimen organizado: esa acumulación que nos es imposible nombrar pues desde la orilla sospechamos su mudo abismo. Sicilia señala el violento narcicismo de nuestra clase política; desenmascara a senadores que desde su mudez oportunista pretenden esconder su complicidad; denuncia la necedad del que sin canto, necesita defender una guerra con gritos mudos y spots mudos en la alharaca muda de la televisión nacional. Y lo más importante, la poesía de Javier Sicilia hace rato que se le salió del pecho a Javier Sicilia. 

En estas semanas esa poesía deambula. Se mete en los zapatos de la gente: da pasos silenciosos, elocuentes. Se mete en las manos de la gente, y la gente se niega a ser muda víctima del matadero. En domingo, la poesía de Sicilia sale juguetona, hace maromas en las narices de un bebé en la carriola.
Las madres caminan, después del trabajo extenuante caminan, cantan, se encabronan; ninguna está muda. En Chiapas los caracoles indígenas se deslizan; su  silencio multitudinario hace tiempo que acompaña a Javier Sicilia. En Hermosillo, un niño de diez años lleva un verso, es un letrero silencioso, pide justicia por 49 niños asesinados. En la ciudad de México una niña y su hermano caminan por la calle, el maquillaje blanco les llena la cara, roja es la sangre embadurnada; son mimos, no mudos. Un migrante los mira, camina junto a ese otro migrante que es un mexicano, un hedor de fosa común se cierne sobre ellos. También niegan; no son víctimas, son poesía. La poesía de Javier Sicilia ya no es sólo de Javier Sicilia.

La gente se mira, se huele el polvo, las cabezas niegan: la tierra no puede ser sólo un montón de puñados de miedo. El miedo es mudo, las balas son mudas; no la poesía.

Javier Sicilia camina, otras víctimas caminan, ¡están hasta la madre!, fruncen el ceño y el ceño no es más una víctima; es un pedazo de poesía. Porque no necesitan decirlo, saben que es cierto: cuando el silencio marcha, la poesía lo acompaña; si no van ambos no va nadie.

Además, opino que en México el silencio y la poesía apenas comienzan a caminar.



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jueves, 19 de mayo de 2011

Apología de la Mano



Ese curioso indumento que parece colgar del borde de nuestros brazos. Ese pedazo poligonal y asimétrico del que emergen cinco rebabas inquietas, a la sazón llamadas dedos, y que aún pequeñas se trenzan flexibles y furiosas del primer objeto que se les acerca. Esa pobre imitación de árbol escuálido y recio es denominada, simple y llanamente, mano. Anatomistas expertos arguyen que la mano es una prolongación natural e importante del cuerpo, tal como su cabeza o sus piernas; aún más, análoga a sus entrañas.

Pareciera la mano, en primera instancia, torpe y en su tosco diseño inadecuada para minucias de primor que seguro ameritarían la sutileza de alguna pinza electrónica. Nada más alejado de esa frívola impresión: amplias investigaciones detallan como ejemplares distintos de estos artefactos logran, con el debido entrenamiento, construir, edificar, y precisar las más diversas y acabadas obras de la técnica y el arte nacional. Va de antemano, nuestro reconocimiento por ello para todas las manos que con el sudor de sus falanges han hecho vivible y amable este mundo.

Pero no es nuestro objetivo caer en la lisonja fácil ni alabar a nuestro objeto de estudio desde una ética utilitarista. Por el contrario, estamos aquí para valorar a este apéndice en contextos, si bien más sutiles, quizá mucho más importantes. Y para ejemplificar esta voluntad metafísica lo conminamos a que cierre los ojos y, en un intento de abstracción, repase las manos que ha tenido a bien conocer. Concedemos que esta puede ser una tarea un tanto dificultosa. Empéñese. Verá como las imágenes empezarán a transitar secuencialmente detrás de sus párpados.

Distinguirá, sin mucho afán, las manos callosas y densas de su padre; las curtidas y regordetas de su madre; las de su profesor de tercero de primaria, aquéllas que con tirones de orejas solían corregirle. Siga usted revisando minuciosamente su archivo de manos. Déjelas pasar poco a poco; nada le apresura. Si súbitamente tiene que tragar saliva como quien hace gárgaras con arena, le pediremos que se detenga.

Estará frente a usted un sortilegio que pretenderá asfixiarlo: seguramente se trata de la mano de aquella colegiala de secundaria que le atormentaba con la simple danza de sus dedos. Será, tal vez, aquel vetusto recuerdo de la mano atrevida que en uno de sus viajes de negocios o congresos le enseñó todo lo que usted no había podido aprender en sus años de matrimonio. ¡Pues bien! Es este justamente el tipo de mano en el que deseamos que concentre toda su atención.

Ahora que todos tenemos nuestra imagen entrañable de mano, estoy seguro que concordamos en las múltiples formas y significados que esta minucia corporal posee. Observe usted el cuenco perfecto que se forma en esta mano. Dígame si no, lo primero que le viene a la mente es vaciarse usted ―sus pantalones, sus ojos, sus sudores, su pelo― en ese pozo de carne mullido y confortable. Sea bueno y déjese llevar. No nos queda duda alguna que no le será difícil recordar esa mano reptante en sus mejillas: la manera con que conjuraba con su leve roce, con sus cosquillas de miriápodo, las muecas agrias, el ceño fruncido, las huellas de sus huesos desastrados.

No podrá negar ―sería una necedad― que los asombros de ese dedo índice fueron, o quizá sean, las más ambiciosas expediciones emprendidas en sus muslos. Esfuércese usted; verá que no le alcanzará la mente para enumerar los caminos pavimentados durante el programa de urbanización y bacheo con que la palma de esa mano transitó su pecho. ¡Hablando de pechos! Para despecho de su madre, de la palma de esa mano le nacieron a usted sus piernas, sus hombros, las rodillas, las verrugas, y hasta los sobrantes y defectos de fabricación por ella descubiertos. Ella —la palma— dictaminó lo que existía y lo que no. Hasta sus alas, esos enseres tan obvios y evidentes fueron solamente cuando ella quiso que fueran. La cuestión es así: ¡no rezongue usted!; que eso de creer que uno nace el día que su madre lo parió es solamente para los simples y usted ―¡Gracias a Dios!― no es uno de ellos.

Usted hoy reconoce las propiedades terapéuticas de esa mano: su blandura ergonómica; la humedad atmosférica de sus dedos; sus uñas de estrella sideral, tan útiles en los páramos desiertos. Pero sobre todo, usted hoy reconoce en ese tipo de manos esa vocación eventual de taxidermista experto: esa maestría con que le desuellan a uno el corazón, lo desaguan, lo cuerean, lo diseccionan minuciosamente para montarlo paradito y correcto ―y para que todo el público aplauda ―en la vitrina del pecho.

Si usted tiene una de estas manos a la mano, ¿Por qué sigue leyendo esto?



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miércoles, 27 de abril de 2011

Freaks

¿Por qué se me esconden los adjetivos entre las líneas de un párrafo? Malditos traviesos, los tomas por la cola y te abandonan como lagartijas mutiladas. Tus oraciones quedan huérfanas, ardientes como muñones desangrados. 

Me consuelo y recuerdo a Johnny Eck, el asombroso medio hombre cuyo cuerpo discurría del copete a la cintura. Corpulento pero sin piernas, Johnny usaba unos guantes de cuero grueso a manera de zapatos. Johnny trepaba por las escaleras; suspendido de sus brazos corría por las cornisas, por los tejados. Colgado de una mujer como del viento, su mano izquierda toca el saxofón con la ligereza que da el medio cuerpo. 

Lo escucho. Cabizbajo me miro decapitado: mi prosa jamás aprendió a volar con las manos.


 


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viernes, 1 de abril de 2011

Fiesta y muerte de la Revolución en México

Texto publicado originalmente en Emeequis el 18 de octubre del 2010.

http://www.m-x.com.mx/2010-10-18/fiesta-y-muerte-de-la-revolucion-en-mexico/ 


Empecemos con un lugar común: el pueblo mexicano tiene un talento especial para el rito del festejo que no se circunscribe ni al calendario religioso ni al oficial. El bautizo, el cumpleaños, la primera comunión, la graduación, la boda, las chelas de los viernes, el domingo de futbol, la presentación de tres años, el fin de año, el día de muertos, la navidad, el día de la madre, el del padre, el del compadre, son algunos ejemplos en una lista que de infinita se antoja digna de festejarse.
La esencia de la fiesta nos es grata y no la traicionamos. Sabemos que en mayor o menor medida el desmadre licencia la confianza. Los chistes multicolores, la palmadita en la espalda, la torteada en el baño, el albur de la abuela, las faramallas del galán, la miradita gatuna, el cachondeo digital, la charanga, la salsa en línea, el karaoke de lástima, el pasito de break dance con fisura incluida, la coreografía vergonzosa de Timbiriche, ¡el comon-comon ebribadi!, el beso entre compadres, los malabares genitales: “miando y caminando”… todas son expresiones del espacio de libertad que nadie nos puede escamotear en una pachanga.
Esa es nuestra revolución de todos los días.

Mijaíl Bajtín (1895-1975), filósofo y literato soviético perseguido por Stalin, se hubiera deleitado con el talante carnavalesco del mexicano. En su clásico La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento explica que una verdadera fiesta está cimentada en un ideal: la dimensión de libertad, confianza e igualdad con que se brinda un escándalo. Una dimensión que tiene la habilidad de sustraer al pueblo de la cotidianidad, amalgamar sus gritos, seducir sus bailes, sublimar su carcajada, pero sobre todo, equiparar a los desiguales.

El carnaval verdadero es ese éxtasis en que las máscaras terminan por desnudar a los hombres; ya desnudos, más allá de lo cotidiano, todos son parte del espectáculo que se erige como realidad absoluta. Sin esa revolucionaria cercanía la fiesta no existe: todo queda en vana flatulencia de festejo, pálido retozo, sequía de catarsis, desabrido contoneo, telenovela vespertina, informe de gobierno, aburrida oficialidad.

Es por eso que las fiestas oficiales fracasan en emular al verdadero festejo; ahí el ideal legalizado muere de buenas maneras. Las fiestas oficiales no son capaces de sacar al pueblo de los esquemas de desigualdad en los que sobrevive, no transgreden la realidad: la sancionan, la suscriben, la consolidan.

Suetonio nos cuenta cómo desde la antigua Roma las fiestas imperiales han sido organizadas para reafirmar nuestras diferencias. Para el emperador Augusto, como para nuestro presidente Calderón, lo importante es el orden y la afirmación. Soldados, senadores, funcionarios, mujeres, fotógrafos y, por supuesto, emperadores y presidentes divididos por vallas que vociferan su condición, fortuna, posición o color. Todos se presentan con sus insignias visibles, lugares asignados, modos adecuados.

Domesticación hecha desfile.

Las élites pedirán agua elegantemente y se harán las desentendidas cuando alguien se tire un pedo o lance un grito de protesta. Los plebeyos, ahí donde siempre, custodiados como deben estar, quizá por granaderos cansados, policías acalorados o militares ceñudos, pero todos ellos irrefutables. Ahí todos somos mexicanos, pero como siempre, hay de mexicanos a mexicanos: irónico es el epílogo de cien años de Revolución.

Eso es precisamente lo que nuestros gobernantes no entienden cuando nos llaman a festejar las fiestas patrias. Eso es precisamente lo que Felipe Calderón no entiende. No se trata de cuántos gladiadores se inmolan en los anfiteatros, ni de cuántos circos australianos o mexicanos se empeñan en seducir el aire, o si Michael Phelps y Ana Gabriela Guevara se exhiben en el Paseo de la Reforma, o si Calderón, como un otrora Calígula apoyando a la facción verde, decide ir a saludar a la selección de futbol para enaltecer nuestro nacionalismo, para vendernos un ideal de orgullo mexicano empaquetado en simpáticos chicharitos.

De lo que se trata es de que las fiestas del bicentenario y el centenario carecen de un ideal que las emancipe de su inevitable fanfarronería. ¿O acaso debemos creer, con el Presidente, en el ideal que significan 28 mil mexicanos asesinados en lo que va del sexenio como costos terribles, pero necesarios, para alcanzar nuestra supuesta victoria final? ¿O que muerto el ideal del quinto partido bajo los botines inefables de Carlitos Vela, Giovani dos Santos y Cuauhtémoc Blanco, aún nos quedan Carlos Slim Helú y otros nueve mexicanos que poseen fortunas de más de mil millones de dólares para redimirnos? A menos que tengamos vocación de secretario de gobierno, esos no pueden ser ideales, especialmente para más de la mitad de mexicanos que boquean en la pobreza.

Hay fiestas que denuncian a gobiernos, desfiles que patean pueblos, carnavales que nacieron muertos.

La fiesta verdadera, el revolucionario placer del carnaval marcado por la renovación y el renacimiento -diría Bajtín-, está lejos de estos sepelios sin café ni piquete. Todos vivimos tiempos de vida y tiempos de muerte. La fiesta oficial es una fiesta de tiempos de muerte; queda al talento de los mexicanos saber encontrar la vida en esta muerte.

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Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (III y último)

Texto publicado originalmente en Emeequis el 9 de Febrero del 2011. 

“Yo he estimado estadísticamente que la prohibición de drogas produce,
en promedio, 10 mil homicidios por año. Es un problema moral el
que el gobierno vaya por ahí matando 10 mil personas” [1]

Milton Friedman,
Nobel de Economía 1976



El traje nuevo del emperador es uno de mis cuentos favoritos. Un par de maleantes ofrece al emperador fabricar un espléndido traje que tiene la maravillosa virtud de ser invisible a todo aquel que fuera irremediablemente estúpido. Ante el temor de ser considerados como tales, el emperador, su corte y toda la gente que lo ve pasar alaba el prodigio y elegancia del inexistente traje. La irreverencia de un niño es la única que se atreve a gritar que el emperador va desnudo. La multitud, poco a poco, pregona las miserias y la necedad del encuerado emperador.

Cuando Hans Christian Andersen escribió este cuento infantil no sabía que habría un presidente mexicano con una férrea vocación de nudista. En las dos primeras partes de esta serie argumenté que la evidencia científica disponible explica cómo la política gubernamental contra el narcotráfico ha producido la sangrienta ola de violencia que actualmente vive el país. Múltiples estudios desde hace años, acreditadas voces hoy en día y montones de cadáveres en las calles, denuncian la ineficacia de la política de guerra contra el tráfico ilícito de drogas puesta en marcha por Felipe Calderón desde 2006. Por desgracia, parece que ningún ejército de niños valientes vociferando la desnudez del presidente puede sacudirlo de su fe en la elegancia de sus vestidos; por el contrario, lo más seguro es que los niños sean despedidos.


Pero hay que ser justos con la originalidad del gobierno mexicano. La guerra contra las drogas es solamente el extremo de un amplio espectro de políticas de prohibición de drogas impuesto por el gobierno estadunidense y la ONU en todo el mundo. Desde hace más de 40 años las Naciones Unidas, como diligentes acólitas del imperio, han promovido este tipo de políticas con la firma de varios convenios en 1961, 1971 y especialmente en 1988. En esos convenios, 173 países, entre ellos México, se comprometen a endurecer sus medidas para erradicar el consumo, la producción y el tráfico de drogas.

El rotundo fracaso de estas políticas en las últimas cuatro décadas ha llevado a que su rechazo se extienda entre los gobiernos preocupados por el bienestar de sus ciudadanos. Muchos países han encontrado formas de atender los problemas derivados de la narcodependencia y el tráfico de drogas, sin atentar explícitamente contra el régimen de prohibición impuesto por Estados Unidos, pero sin sumergir a sus sociedades en la debacle de guerras contra el narco.

Holanda es quizá el ejemplo más conocido. Aunque formalmente el consumo de estupefacientes en este país es ilegal, el gobierno holandés permite el consumo de cannabis en cafés regulados, atiende los problemas de adicción de los usuarios sin considerarlos criminales, y lejos de implementar políticas de persecución mantiene una discreta línea de tolerancia hacia el uso de drogas. Aunque menos formales, sistemas de regulación parecidos funcionan, por ejemplo, en Alemania, España e Italia. El resultado de dichas políticas de tolerancia en ningún caso ha sido un aumento de problemas derivados de la narcodependencia o el narcotráfico; por el contrario, normalmente el consumo de drogas, el tráfico y la violencia asociada a éste han resultado mucho más manejables.

Uno de los ejemplos más espectaculares es el de Portugal. En octubre del año 2000 se erradicaron las sanciones penales a la posesión de todas las drogas y se introdujeron comités de disuasión para atender las narcoadicciones. Hoy en día Portugal goza de una de las tasas más bajas de consumo en drogas clave, como marihuana y anfetaminas; el consumo de otras, como la heroína, ha disminuido radicalmente. La violencia relacionada con el tráfico de drogas es mucho menor; todo, sin necesidad de invadir las calles con policías y militares [2].

Ante tanta evidencia, parece inentendible que el gobierno de Felipe Calderón sea uno de los pocos que se aferran al extremo más agresivo de las políticas de prohibición de las drogas. La explicación más probable reside en el hecho de que la política de prohibición –y su versión extrema de guerra contra las drogas– desde siempre ha estado acompañada por una ideología de satanización exacerbada de las mismas: las drogas son enemigos, demonios que nos acechan para sumirnos en el oprobio, la violencia, la miseria y la desesperanza absolutas.

Políticos de todos los colores, liberales, socialistas, conservadores, fascistas, comunistas, ecologistas han culpado a las drogas a lo largo de la historia de todo tipo de males como el robo, la simulación, el fraude, el rapto, las violaciones, la delincuencia juvenil, la pereza, la promiscuidad sexual, la irresponsabilidad, el fraude, etcétera. Las drogas ofrecen la ventaja de ser un demonio a culpar de todos nuestros males posibles; además, son un excelente pretexto para unificar fuerzas en cruzadas que den legitimidad a los gobiernos que la necesiten.

El sexenio de Felipe Calderón empezó con una estela de franca debilidad. Un gran porcentaje de mexicanos considera que llegó al poder en medio de campañas ilegítimas y sospechas –para muchos certezas– de fraude electoral. El desarrollo ulterior de dicho gobierno ha estado marcado por fracasos en todos los frentes de la administración pública. Ante una situación tan apremiante es comprensible, pero no justificable, que un gobierno de esta naturaleza necesite un demonio al cual culpar y una guerra qué pelear para asegurar su permanencia en el poder, a costa, incluso, de la muerte de más de 34 mil mexicanos.

Christian Andersen nos cuenta que el emperador del traje invisible “se inquietó ante el clamor del pueblo de su desnudez pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: ‘Hay que aguantar hasta el fin’. Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola”. Felipe Calderón y su gobierno parecen dispuestos a caminar desnudos en medio de los reclamos, así tengan que nadar en un río de sangre. Sus intereses en el poder los inmunizan contra toda evidencia.

No más sangre.


[1] “I have estimated statistically that the prohibition of drugs produces, on the average, ten thousand homicides a year. It’s a moral problem that the government is going around killing ten thousand people”: Friedman en una entrevista durante el Foro Americano sobre Drogas celebrado en 1991.

[2] El lector interesado puede leer el artículo en el que analizo con detalle el caso de Portugal en: http://www.m-x.com.mx/2010-11-17/caso-portugal-descriminalizar-las-drogas-si-ayuda-a-combatir-al-narcotrafico/


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Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (II)

Texto publicado originalmente en Emeequis el 1 de Febrero del 2011. 



En la primera parte de esta entrega mencioné que un extenso estudio publicado por el Centro Internacional de Ciencia en Política de Drogas (ICSDP por sus siglas en inglés) documenta que la aplicación de políticas de guerra contra el narcotráfico causa un aumento significativo de violencia al interior de las sociedades (http://www.icsdp.org/research/publications.aspx). A la luz de este estudio, la responsabilidad del gobierno mexicano en la violencia que vive el país es clara e ineludible. Esta entrega se dedica a analizar factores que pudieran explicar los inquietantes resultados de esta política [1].

La estrategia gubernamental puede describirse en términos heroicos con una bella y gastada metáfora proveniente de la antigüedad: el segundo trabajo del valiente Hércules consistió en dar muerte a la hidra, un monstruo con forma de serpiente y siete cabezas que vivía en el lago Lerna. Cuenta la leyenda que cada vez que el héroe cortaba una cabeza, dos más crecían del muñón sanguinolento. Hércules venció al monstruo sólo con la ayuda de su sobrino Yolao, quien se encargó de cauterizar con una antorcha los muñones de las cabezas recién cortadas. Se supone que cada vez que capturan a un nuevo Barbie, otro Grande, un Teo, un Contador o hasta un JJ, el gobierno mexicano –valeroso como hijo de Zeus– corta con efectividad y rapidez una cabeza más de la hidra. Más aún, se nos asegura que nuestro semidiós no necesita la ayuda de ningún Yolao, sino de tiempo suficiente para acabar con el monstruo policéfalo. Me gusta la epopeya; siempre fui aficionado a las épicas batallas de los dioses. Pero aquí tenemos un problema: ni el gobierno mexicano es Hércules, ni el narcotráfico es la mitológica hidra.

El narcotráfico es ante todo un mercado ilícito masivo con un valor, estimado por las Naciones Unidas, de 320 mil millones de dólares. México, como principal vía de acceso al paraíso más grande de consumo de drogas ilegales en el mundo –Estados Unidos–, es una pieza clave. Las ganancia netas derivadas del tráfico de drogas entre México y EU rondan los 40 mil millones de dólares por año, lo que equivale a cerca de 25 por ciento de nuestras exportaciones legales a nuestro poderoso vecino. Pocas cosas tan apetitosas como un mercado negro de tal envergadura, sobre todo para personas o grupos que, a falta de un marco legal para solucionar sus disputas, recurren a la violencia para mantener su tajada de tan delicioso pastel.

En este contexto, la guerra contra el narcotráfico tiene el efecto inmediato de enrarecer el clima de los negocios dentro de ese mercado negro. La presión gubernamental disminuye el número de plazas disponibles para los cárteles. El control militar de las vías tradicionales de tránsito de droga obliga a los cárteles a invadir otros territorios con la saña que les caracteiza. El resultado, por ejemplo, es un incremento espantoso de violencia en lugares como Acapulco para controlar vías alternas de transporte de droga, en este caso marítimas.

Es de esperar que en un entorno más competitivo, los cuadros que disputen los puestos de poder dejados por los cabecillas capturados, lo hagan a costa de lo que sea, incluyendo exacerbar la violencia indiscriminada para sobrevivir en el medio. Es un proceso parecido al de la selección natural: el que se queda lo hace porque puede orquestar masacres, venganzas, asesinatos, corrupción y muerte con mucha más efectividad que sus competidores.

El argumento del gobierno es que la violencia derivada de esta política de choque es transitoria y que a la larga su coraje y determinación terminará por exterminar a la hidra. Quizá tanta decisión sería efectiva en contra del monstruo del Lerna, pero no contra el narcotráfico. Digamos que se da el remoto caso en que el gobierno logra detener a todos los cabecillas que fueron emergiendo en los grupos delictivos. Pues bien, ello no sólo no garantizaría la disminución de la violencia, sino que los índices de ésta serían aún mayores: ante un mercado fragmentado, sin organizaciones que lo controlen pero igualmente rentable, se generarían bandas pequeñas mucho más volátiles e intrincadas que, sin recursos prácticos para negociar, echarían mano de una violencia extrema e interminable.

La especulación tiene fundamento. Michael Bagley, especialista de la Universidad de Miami, ha documentado un impresionante incremento de la violencia bajo la prohibición del alcohol en Estados Unidos y después del desmembramiento de los cárteles de Cali y Medellín en Colombia. De hecho, una investigación llevada a cabo por Ami Carpenter en junio de 2010 expone que el encarcelamiento de líderes de los cárteles mexicanos ha ocasionado más violencia para mantener los liderazgos y para apropiarse de las plazas. [2]


A esto hay que agregar que la militarización galopante del espacio civil y la imposibilidad de los cuerpos militares para resistirse a ser corrompidos por el narcotráfico, transforman al Estado en un brazo más de la lucha delictiva y la violencia por el poder. Es como si de repente Hércules, en plena batalla, se pusiera del lado de la hidra para decapitar a Yolao y colgar su cabecita en la caverna del monstruo. [3]

Las predicciones basadas en la evidencia disponible no son difíciles; sus consecuencias, lamentables para todos.

La realidad es que la guerra contra el narcotráfico estaba perdida desde el principio. Sólo el empecinamiento, la falta de imaginación y la necesidad de control de un gobierno tan débil como su bravuconería pueden explicar la sangrienta aventura a la que nos ha conducido el gobierno de Felipe Calderón. Sin aspavientos, podemos decir que la única política posible es y ha sido desde siempre explorar la disminución de las políticas de prohibición de las drogas. Un camino por supuesto nada fácil ante la hipocresía de nuestro vecino del norte, pero mucho más responsable y coherente. A ello dedicaremos  la siguiente y última parte de esta serie.

No más sangre.


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[1] La bibliografía completa, con alguna excepción marcada en el texto, se puede consultar directamente en
http://www.icsdp.org/research/publications.aspx


[2] Carpenter, Ami C. Beyond drug wars: Transforming factional conflict in Mexico. Conflict Resolution Quarterly, 27:4, pp. 401-421. 2010.

[3] Friedman, George. Mexico: On the Road to a Failed State? Stratfor. May 13, 2008.



Sigue leyendo el siguiente artículo de la serie:

Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (III y último)



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Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (I)


Texto publicado originalmente en Emeequis el 25 de Enero del 2011.

http://www.m-x.com.mx/2011-01-25/la-ciencia-contra-la-guerra-o-a-quien-gritarle-“no-mas-sangre”-1a-parte/

Dedicado al obispo Samuel Ruiz

Para nadie es un secreto ni dentro ni fuera de México. La guerra contra el tráfico de drogas ha cobrado la vida de más de 34 mil personas en lo que va del sexenio. Las cifras son una tétrica aproximación que crece día con día. México sufre hoy una violencia que sólo se compara con la de Colombia de los años noventa o la del Afganistán “liberado” de principios de este siglo.

En medio de las cabezas rodando por las calles, los adolescentes agujereados, los pueblos fantasmas, los exiliados de la violencia, los militares muertos, los alcaldes ajusticiados, las familias acribilladas en los retenes, y una lista galopante de atrocidades, la pregunta punzantes emerge como bala en pleno tiroteo: ¿Quién es el responsable de tanta desolación? ¿A quién adjudicarle la responsabilidad de que en el extranjero México sea hoy sinónimo de guerra civil?

Una campaña de cuño reciente lanzada por un grupo de caricaturistas de calidad incuestionable llama a protestar con la sencilla consigna: “No más sangre”. El reclamo, no hace falta esconderlo, va dirigido fundamentalmente hacia las autoridades, lideradas por el presidente Felipe Calderón. Pero otros enfatizan, con el Presidente, que “los responsables de la violencia son los violentos”: es decir, es a los criminales a los que hay que dirigir la censura, el reclamo, el rechazo, todo el peso de la sociedad.

El matiz no es trivial: en un caso el gobierno es partícipe y causa de los crímenes que apuñalan a la sociedad; en el otro, el gobierno es visto en una cruzada, tan heroica como dolorosa, para sacudir al país del crimen.

La responsabilidad del gobierno, vociferan sus defensores, no va más allá de intentar proteger a la sociedad de quienes la atacan desde la trinchera de la criminalidad. Suena lógico; ni Calderón ni ningún otro de los que planificaron esta estrategia ha disparado un arma contra un adolescente o una familia: los asesinos son los otros, se arguye explícita o implícitamente. Es cierto, suena lógico; tiene esa lógica fácil y ramplona de un discurso de mal político –abundan en México–, de secretario de Estado a sueldo o de conductor de noticiario empeñado en salvaguardar la imagen de quien llena a su empresa de prebendas.

Las políticas públicas, dada su importancia y alcance, deberían estar fundamentadas en decisiones racionales, lo más apegadas a teorías que sin poder asegurar el éxito, al menos tengan bases que sugieran su conveniencia. Una posibilidad para encontrar esos derroteros son los estudios empíricos, los análisis cuidadosos que apoyados en evidencia pueden darle sustento a decisiones tan relevantes.

Se sabe desde hace muchos años que el tráfico ilícito de drogas es una de las causas principales de violencia particularmente en las ciudades. Desde que el prestigiado Richard Nixon impulsó la guerra contra las drogas –allá por la década de los sesenta– como la estrategia por excelencia para atacar este problema, la mayor parte de los gobiernos han asignado recursos crecientes a las policías locales y nacionales, reforzado las legislaciones para castigar a usuarios, perseguido a traficantes a través de intervenciones militares y/o policiacas y, en los casos de mayor esquizofrenia nixoniana, han declarado guerras contra el narco.

¿Le suena familiar? Ya ve, nuestro gobierno es harto original en el tema. Se supone que esta política está encaminada a atacar el suministro de la droga y reducir los índices de consumo y violencia resultado del tráfico de estupefacientes. Al menos así reza el credo del espía de Watergate.

Pero estos argumentos no resisten, también se sabe desde hace años, el mínimo rigor científico.

El Centro Internacional de Ciencia en Política de Drogas (ICSDP por sus siglas en inglés) es una red de científicos, académicos, médicos y expertos de todo el mundo dedicados a estudiar las políticas relacionadas con los problemas de la narcodependencia y el tráfico ilícito de drogas. En abril del 2010, este centro publicó un estudio especialmente esclarecedor (se puede consultar en español en http://www.icsdp.org/research/publications.aspx), cuyo ambicioso propósito era evaluar por primera vez en la historia toda la evidencia disponible hasta octubre del 2009 de la relación entre la guerra antidrogas y la violencia en las sociedades en las que aquella se implementa.

La metodología incluyó recolección, clasificación y cuidadoso análisis de todos los estudios en el mundo dedicados a medir de distintas formas las políticas de guerra contra las drogas y la violencia como respuesta.

No son estudios sencillos, se necesitan muchos recursos y esfuerzo para llevarlos a cabo durante varios años; tienen limitaciones, pero sus argumentos son claros y con fundamento. Se examinaron más de 300 y se eligieron solamente los que cumplieron con los más estrictos requisitos de objetividad y precisión científica. La violencia se midió con estadísticas de delitos, enfrentamientos entre pandillas, tiroteos, homicidios, etcétera. Las acciones de la guerra antidrogas se midieron con otros parámetros, como total de arrestos por posesión de drogas, asignación de gastos presupuestales en los diversos niveles policiacos, cantidad de policías participantes en las estrategias y cantidad de confiscación de droga ilegal. Se elaboraron sofisticadas estadísticas para comparar la evidencia disponible.

Los resultados dejan muy mal parada a la política del presidente Felipe Calderón.

En 82 por ciento de los estudios se encontró una relación significativa entre aumento en la violencia y las políticas de guerra contra las drogas. En otras palabras, la implementación de políticas de lucha contra el narcotráfico es, en gran medida, la causa de la violencia en las sociedades.

Esto no es un discurso político, es lo que la evidencia científica con los más altos estándares apoya hasta el momento. Hay una gráfica en uno de estos estudios que es un ejemplo particularmente claro:

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En esta gráfica se muestra la relación durante varias décadas entre la política de guerra contra el alcohol y otras drogas y la violencia en varias ciudades estadunidenses. En el lado izquierdo del lector está el porcentaje de homicidios como medida de violencia. El lado derecho indica en una escala creciente la magnitud del gasto asignado en estrategias antidrogas. Abajo, el lector puede ver una escala de tiempo dividida por décadas. La línea en rojo representa la fluctuación de la cantidad de homicidios durante el tiempo. La línea azul representa el dinero asignado a vigilancia, persecución, confiscación y otras actividades contra el narcotráfico. La dinámica es de gato y ratón.

Observe el lector que cuando la línea azul sube porque se gasta más en la guerra antidrogas, la línea roja de homicidios sube correspondientemente. Cuando se gasta menos en luchar contra el narcotráfico también hay menos homicidios, y por ende menos violencia en la sociedad.

La conclusión es que el dinero gastado en la guerra contra las drogas –dinero proveniente de los impuestos, no hay que olvidar–contribuye en última instancia a generar un mercado más violento, medido en este caso por un mayor porcentaje de homicidios.

Aplicadas estas conclusiones al caso mexicano, significa que cada vez que el gobierno anuncie un nuevo esquema sofisticado, con armamento tipo “juguetes de Jack Bauer”, para atacar las redes de distribución de droga, lo que los mexicanos debemos esperar y temer, es simple y sencillamente más asesinatos y violencia en general.

Algún lector perspicaz, seducido por el argumento de nuestro Presidente, replicará que esa violencia muy bien puede ser por corto tiempo y necesaria para ganar al final la guerra. Puede ser, sólo que hay que pensar qué es un “corto tiempo”. Lo que la evidencia científica nos dice es que ningún país en este planeta ha logrado ganar una guerra contra el narcotráfico después de más de cuatro décadas de aplicación de la política.

Cocaína, heroína, marihuana y demás estupefacientes son, hoy por hoy, más consumidas que nunca, más concentradas que nunca y también más baratas que nunca. Quizá dentro de un milenio eso pueda ser distinto… pero no estoy seguro de que queramos esperar tanto. Además, no hay hasta el momento estudios reportados que apoyen ese optimismo. Lo que sí hay son muertos, y muchos.

Los autores de este interesante estudio sugieren algunas de las razones de esta dinámica. Y sería ingenuo pensar que el gobierno mexicano ignora estos datos.

Quizá no tan extensos, pero estudios similares se publican desde hace décadas. Dejaremos para una columna próxima el análisis de esos argumentos. Baste decir de momento que cada vez que el gobierno mexicano gasta dinero en su guerra contra el narco causa más muerte y desolación en el país.

Los muertos, muchos de ellos tristemente etiquetados como “daños colaterales”, no son producidos como se nos quiere hacer creer, por los otros: por los malos, por los que secuestran, los que se pelean por territorios, los desalmados, los “hijos de puta” como los calificó el irreflexivo Héctor Aguilar Camín. Las balas, es cierto, salen de las armas de Los Zetas, de los chapos, de La Familia, de la corrupción de los cuerpos policiacos; pero la responsabilidad de esta masacre, lo que hace posible está situación es sin duda del gobierno mexicano.

Felipe Calderón y su gobierno son los responsables de implementar, a sabiendas, una política errónea y que ha producido la masacre de más de 34 mil mexicanos en poco más de cuatro años; de la misma forma que George Bush y su cúpula de halcones son responsables de las masacres en Afganistán e Irak, aunque el brillante expresidente no haya arrojado ninguna bomba; o de la misma forma que Rafael Videla es responsable del secuestro y tortura de ciudadanos argentinos, aunque éste jamás se haya manchado un dedo con ningún preso político.

Así que ya sabemos a quién hay que gritarle con enojo, coraje, reproche y absoluta razón: “No más sangre”.



Sigue leyendo el siguiente artículo de la serie:

Ciencia vs. guerra contra el narco… o a quién gritarle “No más sangre” (II)



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