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viernes, 1 de abril de 2011

Fiesta y muerte de la Revolución en México

Texto publicado originalmente en Emeequis el 18 de octubre del 2010.

http://www.m-x.com.mx/2010-10-18/fiesta-y-muerte-de-la-revolucion-en-mexico/ 


Empecemos con un lugar común: el pueblo mexicano tiene un talento especial para el rito del festejo que no se circunscribe ni al calendario religioso ni al oficial. El bautizo, el cumpleaños, la primera comunión, la graduación, la boda, las chelas de los viernes, el domingo de futbol, la presentación de tres años, el fin de año, el día de muertos, la navidad, el día de la madre, el del padre, el del compadre, son algunos ejemplos en una lista que de infinita se antoja digna de festejarse.
La esencia de la fiesta nos es grata y no la traicionamos. Sabemos que en mayor o menor medida el desmadre licencia la confianza. Los chistes multicolores, la palmadita en la espalda, la torteada en el baño, el albur de la abuela, las faramallas del galán, la miradita gatuna, el cachondeo digital, la charanga, la salsa en línea, el karaoke de lástima, el pasito de break dance con fisura incluida, la coreografía vergonzosa de Timbiriche, ¡el comon-comon ebribadi!, el beso entre compadres, los malabares genitales: “miando y caminando”… todas son expresiones del espacio de libertad que nadie nos puede escamotear en una pachanga.
Esa es nuestra revolución de todos los días.

Mijaíl Bajtín (1895-1975), filósofo y literato soviético perseguido por Stalin, se hubiera deleitado con el talante carnavalesco del mexicano. En su clásico La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento explica que una verdadera fiesta está cimentada en un ideal: la dimensión de libertad, confianza e igualdad con que se brinda un escándalo. Una dimensión que tiene la habilidad de sustraer al pueblo de la cotidianidad, amalgamar sus gritos, seducir sus bailes, sublimar su carcajada, pero sobre todo, equiparar a los desiguales.

El carnaval verdadero es ese éxtasis en que las máscaras terminan por desnudar a los hombres; ya desnudos, más allá de lo cotidiano, todos son parte del espectáculo que se erige como realidad absoluta. Sin esa revolucionaria cercanía la fiesta no existe: todo queda en vana flatulencia de festejo, pálido retozo, sequía de catarsis, desabrido contoneo, telenovela vespertina, informe de gobierno, aburrida oficialidad.

Es por eso que las fiestas oficiales fracasan en emular al verdadero festejo; ahí el ideal legalizado muere de buenas maneras. Las fiestas oficiales no son capaces de sacar al pueblo de los esquemas de desigualdad en los que sobrevive, no transgreden la realidad: la sancionan, la suscriben, la consolidan.

Suetonio nos cuenta cómo desde la antigua Roma las fiestas imperiales han sido organizadas para reafirmar nuestras diferencias. Para el emperador Augusto, como para nuestro presidente Calderón, lo importante es el orden y la afirmación. Soldados, senadores, funcionarios, mujeres, fotógrafos y, por supuesto, emperadores y presidentes divididos por vallas que vociferan su condición, fortuna, posición o color. Todos se presentan con sus insignias visibles, lugares asignados, modos adecuados.

Domesticación hecha desfile.

Las élites pedirán agua elegantemente y se harán las desentendidas cuando alguien se tire un pedo o lance un grito de protesta. Los plebeyos, ahí donde siempre, custodiados como deben estar, quizá por granaderos cansados, policías acalorados o militares ceñudos, pero todos ellos irrefutables. Ahí todos somos mexicanos, pero como siempre, hay de mexicanos a mexicanos: irónico es el epílogo de cien años de Revolución.

Eso es precisamente lo que nuestros gobernantes no entienden cuando nos llaman a festejar las fiestas patrias. Eso es precisamente lo que Felipe Calderón no entiende. No se trata de cuántos gladiadores se inmolan en los anfiteatros, ni de cuántos circos australianos o mexicanos se empeñan en seducir el aire, o si Michael Phelps y Ana Gabriela Guevara se exhiben en el Paseo de la Reforma, o si Calderón, como un otrora Calígula apoyando a la facción verde, decide ir a saludar a la selección de futbol para enaltecer nuestro nacionalismo, para vendernos un ideal de orgullo mexicano empaquetado en simpáticos chicharitos.

De lo que se trata es de que las fiestas del bicentenario y el centenario carecen de un ideal que las emancipe de su inevitable fanfarronería. ¿O acaso debemos creer, con el Presidente, en el ideal que significan 28 mil mexicanos asesinados en lo que va del sexenio como costos terribles, pero necesarios, para alcanzar nuestra supuesta victoria final? ¿O que muerto el ideal del quinto partido bajo los botines inefables de Carlitos Vela, Giovani dos Santos y Cuauhtémoc Blanco, aún nos quedan Carlos Slim Helú y otros nueve mexicanos que poseen fortunas de más de mil millones de dólares para redimirnos? A menos que tengamos vocación de secretario de gobierno, esos no pueden ser ideales, especialmente para más de la mitad de mexicanos que boquean en la pobreza.

Hay fiestas que denuncian a gobiernos, desfiles que patean pueblos, carnavales que nacieron muertos.

La fiesta verdadera, el revolucionario placer del carnaval marcado por la renovación y el renacimiento -diría Bajtín-, está lejos de estos sepelios sin café ni piquete. Todos vivimos tiempos de vida y tiempos de muerte. La fiesta oficial es una fiesta de tiempos de muerte; queda al talento de los mexicanos saber encontrar la vida en esta muerte.

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