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domingo, 22 de mayo de 2011

Los mudos y el silencio

Texto publicado originalmente en Emeequis el 21 de mayo del 2011:
http://www.m-x.com.mx/2011-05-21/los-mudos-y-el-silencio/


Hermano:
Tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola...
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo...
mas yo te dejo mudo... ¡Mudo!
¿Y cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción? 

Con estas palabras León Felipe sentenciaba a Francisco Franco. Desde su exilio en México, en 1939, el poeta lanzaba su reclamo al hermano voraz y vengativo que destruyó la pujanza de la joven república española. La dictadura franquista lanzó al éxodo y al viento a cientos de miles de españoles que lejos de la bota militar rehicieron amores y vida. La voz de León Felipe ―mitad oración, mitad arenga; pero nunca odio― arrojó desde su garganta rota y desesperada la mudez con la que le llenó la boca al tirano. El poeta se llevó la voz, el salmo, la canción con la que los hombres levantan toda cosecha. Dice el maestro Miguel Ángel Granados Chapa que Javier Sicilia es un poeta en silencio. Quizá sea cierto. Con la misma garganta rota de León Felipe, ante el asesinato de su hijo Juan Francisco Sicilia Ortega, Javier Sicilia le arroja al mundo una sentencia granítica, una lápida de dolor y desamparo: "El mundo ya no es digno de la palabra”.
Javier Sicilia es pues un poeta en silencio. El poeta abandona los planetas, las telarañas de papel con que se fabrican los poemas. Desconsolado renuncia a los hallazgos sigilosos: el poema se extingue, el murmullo colapsa, el verso reseco desaparece. Sin embargo, Javier Sicilia no es un poeta mudo. La mudez ―esa que León Felipe nos enseñó― es el triunfo estridente de la ignominia, el grito absurdo de la crueldad, el escándalo ampuloso de la hipocresía. No hay nada más mudo que el rugido enorme con que los hombres se tragan unos a otros. 

 Lejos de ese rugido la poesía de Sicilia sobrevive, se intensifica. Una extraña fuerza inunda no sólo las hojas, los susurros, la oscuridad. Ese soplo misterioso no está en el papel ni en la tinta; es inútil buscarlo en los gestos del lector o las obsesiones del poeta. La poesía con que se encienden las palabras no está sólo en las palabras.

Más allá de los poemas, la poesía de Sicilia está en los pasos de Sicilia, en la empecinada esperanza de Sicilia, en el dolor del padre Sicilia por 40 000 cadáveres mudos y apilados. La voz de Sicilia habla del bramido del crimen organizado: esa acumulación que nos es imposible nombrar pues desde la orilla sospechamos su mudo abismo. Sicilia señala el violento narcicismo de nuestra clase política; desenmascara a senadores que desde su mudez oportunista pretenden esconder su complicidad; denuncia la necedad del que sin canto, necesita defender una guerra con gritos mudos y spots mudos en la alharaca muda de la televisión nacional. Y lo más importante, la poesía de Javier Sicilia hace rato que se le salió del pecho a Javier Sicilia. 

En estas semanas esa poesía deambula. Se mete en los zapatos de la gente: da pasos silenciosos, elocuentes. Se mete en las manos de la gente, y la gente se niega a ser muda víctima del matadero. En domingo, la poesía de Sicilia sale juguetona, hace maromas en las narices de un bebé en la carriola.
Las madres caminan, después del trabajo extenuante caminan, cantan, se encabronan; ninguna está muda. En Chiapas los caracoles indígenas se deslizan; su  silencio multitudinario hace tiempo que acompaña a Javier Sicilia. En Hermosillo, un niño de diez años lleva un verso, es un letrero silencioso, pide justicia por 49 niños asesinados. En la ciudad de México una niña y su hermano caminan por la calle, el maquillaje blanco les llena la cara, roja es la sangre embadurnada; son mimos, no mudos. Un migrante los mira, camina junto a ese otro migrante que es un mexicano, un hedor de fosa común se cierne sobre ellos. También niegan; no son víctimas, son poesía. La poesía de Javier Sicilia ya no es sólo de Javier Sicilia.

La gente se mira, se huele el polvo, las cabezas niegan: la tierra no puede ser sólo un montón de puñados de miedo. El miedo es mudo, las balas son mudas; no la poesía.

Javier Sicilia camina, otras víctimas caminan, ¡están hasta la madre!, fruncen el ceño y el ceño no es más una víctima; es un pedazo de poesía. Porque no necesitan decirlo, saben que es cierto: cuando el silencio marcha, la poesía lo acompaña; si no van ambos no va nadie.

Además, opino que en México el silencio y la poesía apenas comienzan a caminar.



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jueves, 19 de mayo de 2011

Apología de la Mano



Ese curioso indumento que parece colgar del borde de nuestros brazos. Ese pedazo poligonal y asimétrico del que emergen cinco rebabas inquietas, a la sazón llamadas dedos, y que aún pequeñas se trenzan flexibles y furiosas del primer objeto que se les acerca. Esa pobre imitación de árbol escuálido y recio es denominada, simple y llanamente, mano. Anatomistas expertos arguyen que la mano es una prolongación natural e importante del cuerpo, tal como su cabeza o sus piernas; aún más, análoga a sus entrañas.

Pareciera la mano, en primera instancia, torpe y en su tosco diseño inadecuada para minucias de primor que seguro ameritarían la sutileza de alguna pinza electrónica. Nada más alejado de esa frívola impresión: amplias investigaciones detallan como ejemplares distintos de estos artefactos logran, con el debido entrenamiento, construir, edificar, y precisar las más diversas y acabadas obras de la técnica y el arte nacional. Va de antemano, nuestro reconocimiento por ello para todas las manos que con el sudor de sus falanges han hecho vivible y amable este mundo.

Pero no es nuestro objetivo caer en la lisonja fácil ni alabar a nuestro objeto de estudio desde una ética utilitarista. Por el contrario, estamos aquí para valorar a este apéndice en contextos, si bien más sutiles, quizá mucho más importantes. Y para ejemplificar esta voluntad metafísica lo conminamos a que cierre los ojos y, en un intento de abstracción, repase las manos que ha tenido a bien conocer. Concedemos que esta puede ser una tarea un tanto dificultosa. Empéñese. Verá como las imágenes empezarán a transitar secuencialmente detrás de sus párpados.

Distinguirá, sin mucho afán, las manos callosas y densas de su padre; las curtidas y regordetas de su madre; las de su profesor de tercero de primaria, aquéllas que con tirones de orejas solían corregirle. Siga usted revisando minuciosamente su archivo de manos. Déjelas pasar poco a poco; nada le apresura. Si súbitamente tiene que tragar saliva como quien hace gárgaras con arena, le pediremos que se detenga.

Estará frente a usted un sortilegio que pretenderá asfixiarlo: seguramente se trata de la mano de aquella colegiala de secundaria que le atormentaba con la simple danza de sus dedos. Será, tal vez, aquel vetusto recuerdo de la mano atrevida que en uno de sus viajes de negocios o congresos le enseñó todo lo que usted no había podido aprender en sus años de matrimonio. ¡Pues bien! Es este justamente el tipo de mano en el que deseamos que concentre toda su atención.

Ahora que todos tenemos nuestra imagen entrañable de mano, estoy seguro que concordamos en las múltiples formas y significados que esta minucia corporal posee. Observe usted el cuenco perfecto que se forma en esta mano. Dígame si no, lo primero que le viene a la mente es vaciarse usted ―sus pantalones, sus ojos, sus sudores, su pelo― en ese pozo de carne mullido y confortable. Sea bueno y déjese llevar. No nos queda duda alguna que no le será difícil recordar esa mano reptante en sus mejillas: la manera con que conjuraba con su leve roce, con sus cosquillas de miriápodo, las muecas agrias, el ceño fruncido, las huellas de sus huesos desastrados.

No podrá negar ―sería una necedad― que los asombros de ese dedo índice fueron, o quizá sean, las más ambiciosas expediciones emprendidas en sus muslos. Esfuércese usted; verá que no le alcanzará la mente para enumerar los caminos pavimentados durante el programa de urbanización y bacheo con que la palma de esa mano transitó su pecho. ¡Hablando de pechos! Para despecho de su madre, de la palma de esa mano le nacieron a usted sus piernas, sus hombros, las rodillas, las verrugas, y hasta los sobrantes y defectos de fabricación por ella descubiertos. Ella —la palma— dictaminó lo que existía y lo que no. Hasta sus alas, esos enseres tan obvios y evidentes fueron solamente cuando ella quiso que fueran. La cuestión es así: ¡no rezongue usted!; que eso de creer que uno nace el día que su madre lo parió es solamente para los simples y usted ―¡Gracias a Dios!― no es uno de ellos.

Usted hoy reconoce las propiedades terapéuticas de esa mano: su blandura ergonómica; la humedad atmosférica de sus dedos; sus uñas de estrella sideral, tan útiles en los páramos desiertos. Pero sobre todo, usted hoy reconoce en ese tipo de manos esa vocación eventual de taxidermista experto: esa maestría con que le desuellan a uno el corazón, lo desaguan, lo cuerean, lo diseccionan minuciosamente para montarlo paradito y correcto ―y para que todo el público aplauda ―en la vitrina del pecho.

Si usted tiene una de estas manos a la mano, ¿Por qué sigue leyendo esto?



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