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jueves, 3 de agosto de 2017

Política

Política

“Una política de emancipación radical  no se origina en una prueba
 de posibilidad que el examen del mundo subministraría”
Alain Badiou

Todo el mundo se pregunta hoy en día qué es la política. Parece que de repente procurar comer y fornicar no es suficiente para enfrentar el sol, el concreto, los motores y la avalancha de humo con que inundamos la vida. Ayer, incluso un árbol que por lo demás se había mostrado bastante sensato me preguntó qué era la política. Como era de esperarse no sólo no le contesté, sino que le retiré mi simpatía pues los árboles no deben preocuparse más que por la tierra, el agua, el aire y acaso los nidos de pájaros con que florecen.

Su pregunta no sólo estaba fuera de lugar; era una clara insolencia. Y es que por supuesto que yo no sé qué es la política. Cuando regreso del trabajo, me molesta mucho escuchar a esos chicos en el metro con las piernas abiertas como compases desafiantes, barbas encendidas, y discursos tartamudos que intentan explicarme las clases sociales y el modelo neoliberal. No significa ello, por supuesto, que prefiera al señor de la corbata ajustada, calva prominente y voz educada del noticiario nocturno; ese que dice saber lo que los políticos dicen cuando gritan, cuando gruñen, cuando defecan. Lo que sucede es que tengo una relación de profundo respeto con ese señor: apenas asoma su cara en la pantalla de la televisión y yo busco, sin avisarle, un canal que llene el monitor de puntitos grises y negros que al saltar hagan un ruido como de una avispa cautiva. El señor del noticiario sabe que en ese acto no hay traza alguna de mala fe. Ambos necesitamos esa distancia para mantener la salud de nuestra amistad.

Como ven, no hay nada en la política que atraiga mi atención. Sin embargo, cuando era joven pensaba mucho más en la política: leía libros de política, discutía discursos de política, tenía peleas de política, y recuerdo incluso un orgasmo de política con una chica que tenía un tatuaje de Carlos Marx justo en la parte en que su espalda y sus nalgas negociaban políticamente las fronteras. Yo miraba el movimiento del tatuaje y me parecía entender de qué se trataba la política. Hoy mi juventud tiene el color mate de los tequilas reposados. Hace unos años tuve que ir, como consigna de trabajo, a un congreso de política. Presencié gráficas alucinantes, simulaciones matemáticas, y una plática de geopolítica que presagiaba el fin del mundo. Me quedé asombrado cuando los ponentes decían, con los ojos en blanco, que lo único que existe en política es el cálculo sin apelaciones de la economía. Todos decían ser demócratas convencidos y convencidos estudiosos de la política; usaban palabras como superávit, Estado de Derecho, inflación, equidad de las elecciones, modelos con contrapesos, equilibrio de poderes, regulación de la ley. La política, sospeche entonces, es una ciencia profunda, exacta, prolija y necesaria. En todo caso, ese conocimiento está vedado para mí. Por desgracia, yo siempre fui malo para calcular el futuro y para medir el presente, así que comprendí en ese congreso que yo no podía entender nada de política.

Mi incompetencia es tan grande que el otro día me topé por la calle con algo que primero creí era un carnaval, después un concierto de rock o una peregrinación religiosa. Al día siguiente, me enteré, con sorpresa, que en realidad era una manifestación política. Recuerdo que todas las personas, incluso las que cantaban y reían, caminaban muy serias con velas y encendedores en las manos; prendían las velas cada vez que se apagaban y algunos ni siquiera se quejaban cuando la cera aún caliente se les pegaba en los dedos.

Esa noche escuché, durante una tregua, que el señor del noticiario decía que lo que piden esas personas es irreal, excesivo e imposible. Puede que sea cierto, pero lo que yo vi es que esas personas estaban fascinadas, sobre todo, por la extraña costumbre de encender luces en el medio de la obscuridad. En todo caso, respeto mucho las opiniones políticas de ese señor, así que desde entonces sospecho que la política es para parafrasear al señor del noticiario y hacer justicia al entusiasmo luminoso de las velas— una especie de compromiso con la creación imposible de la luz. De ser eso cierto, la política tendría algo que ver con otras luminosas imposibilidades del universo. Tendría que ver, por ejemplo, con las imposibilidades en los acontecimientos del amor; con los cataclismos infinitos de los vientres cuando se acarician; con las frases de los poetas cuando deciden hacer erupción; con las espirales matemáticas cuyo imposible absoluto intuyó Arquímides; con las alas de los coleópteros excesivas de puro vértigo; con la infinita ancianidad de los celacantos; con la imposible persecución de los electrones; con la excesiva obstinación de los universos cuando copulan.


Aunque no aspiro a entenderlo, debe ser que la política es una suerte de alfarería de lo imposible; un telar en el que a despecho de la sordidez de lo real se ensaya la excesiva luminosidad de los arcoíris; o quizá una máquina sin engranes ni mecanismos en la que palabras como justicia, verdad o comunidad son irreales pero posibles de pura imposibilidad. Quizá sea por eso que cuando las personas se acompañan en política, aunque sean sólo dos, siempre se ven como algo más que dos personas; se ven como un exceso, como un infinito empeñado en afirmar posibilidades a partir de los despojos de la imposibilidad. Como los viejos necios e imposibles: esos infinitos excesos que no pueden entender nada de política.


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