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lunes, 16 de septiembre de 2013

México: la fiesta sin fiesta


México: la fiesta sin fiesta 
 

Empecemos con un lugar común: el pueblo mexicano tiene un talento especial para el rito del festejo que no se circunscribe ni al calendario religioso ni al oficial. El bautizo, el cumpleaños, la primera comunión, la graduación, la boda, las chelas de los viernes, el domingo de futbol, la presentación de tres años, el fin de año, el Día de Muertos, la Navidad, el día de la madre, el del padre, el del compadre, son algunos ejemplos en una lista que de infinita se antoja digna de festejarse.

La esencia de la fiesta nos es grata y no la traicionamos. Sabemos que en mayor o menor medida el desmadre licencia la confianza. Los chistes multicolores, la palmadita en la espalda, la torteada en el baño, el albur de la abuela, las faramallas del galán, la miradita gatuna, el cachondeo digital, la charanga, la salsa en línea, el karaoke de lástima, el pasito de break dance con fisura incluida, la coreografía vergonzosa de Timbiriche, ¡el comon-comon ebribadi!, el beso entre compadres, los malabares genitales: “miando y caminando”… todas son expresiones del espacio de libertad que nadie nos puede escamotear en una pachanga. Esa es nuestra rebelión de todos los días.

Mijaíl Bajtín (1895-1975), filósofo y literato soviético perseguido por Stalin, se hubiera deleitado con el talante carnavalesco del mexicano. En su clásico La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento explica que una verdadera fiesta está cimentada en un ideal: la dimensión de libertad, confianza e igualdad con que se brinda un escándalo. Una dimensión que tiene la habilidad de sustraer al pueblo de la cotidianidad, amalgamar sus gritos, seducir sus bailes, sublimar su carcajada, pero sobre todo, equiparar a los desiguales.

El carnaval verdadero es ese éxtasis en que las máscaras terminan por desnudar a los hombres; ya desnudos, más allá de lo cotidiano, todos son parte del espectáculo que se erige como realidad absoluta. Sin esa revolucionaria cercanía la fiesta no existe: todo queda en vana flatulencia de festejo, pálido retozo, sequía de catarsis, desabrido contoneo, telenovela vespertina, informe de gobierno, aburrida oficialidad.

Es por eso que las fiestas oficiales fracasan en emular al verdadero festejo; ahí el ideal legalizado muere de buenas maneras. Las fiestas oficiales no son capaces de sacar al pueblo de los esquemas de desigualdad en los que sobrevive, no transgreden la realidad: la sancionan, la suscriben, la consolidan.

Suetonio nos cuenta cómo desde la antigua Roma las fiestas imperiales han sido organizadas para reafirmar nuestras diferencias. Para el emperador Augusto, como para nuestros presidentes, lo importante es el orden y la afirmación. Soldados, senadores, funcionarios, mujeres, fotógrafos y, por supuesto, emperadores y presidentes divididos por vallas que vociferan su condición, fortuna, posición o color. Todos se presentan con sus insignias visibles, lugares asignados, modos adecuados. Domesticación hecha desfile.

Las élites piden agua elegantemente y se hacen las desentendidas cuando alguien se tira un pedo o lanza un grito de protesta. Los plebeyos, ahí donde siempre, custodiados como deben estar, quizá por policías acalorados o militares ceñudos, pero ambos irrefutables. Ahí todos somos mexicanos, pero como siempre, hay de mexicanos a mexicanos: irónico es el epílogo de nuestra independencia, de nuestra revolución.

Nuestros gobernantes nunca han entendido: no se trata de desfiles con gladiadores que se inmolan en los anfiteatros o en las calles de la ciudad. Tampoco se trata de si el presidente, como un otrora Calígula apoyando a la facción verde, decide ir a saludar a la selección de futbol para enaltecer nuestro nacionalismo: para vendernos un ideal de orgullo mexicano empaquetado en simpáticos chicharitos.

De lo que se trata es de que las fiestas patrias carecen de un ideal que las emancipe de su inevitable fanfarronería. ¿O acaso debemos creer, con el Presidente, en el ideal que significa que muerto el ideal del quinto partido bajo los botines inefables de Carlitos Vela, Giovani dos Santos o el delantero en turno, aún nos quedan Carlos Slim Helú y otros nueve mexicanos que poseen fortunas de más de mil millones de dólares para redimirnos? A menos que tengamos vocación de secretario de gobierno, esos no pueden ser ideales, especialmente para más de la mitad de mexicanos que boquean en la pobreza.


Hay fiestas que denuncian a gobiernos, desfiles que patean pueblos, carnavales que nacieron muertos.

La fiesta verdadera, el revolucionario placer del carnaval marcado por la renovación y el renacimiento -diría Bajtín-, está lejos de estos sepelios sin café ni piquete. Todos vivimos tiempos de vida y tiempos de muerte. La fiesta oficial es una fiesta de tiempos de muerte; queda al talento de los mexicanos saber encontrar la vida en esta muerte.

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miércoles, 11 de septiembre de 2013

11 de Septiembre: el golpe


El golpe


Palacio de la Moneda, Santiago de Chile. Martes 11 de septiembre de 1973



Son las 9:50 de la mañana. Las salas del palacio son un río revuelto. Las señales débiles de la radio que nos mantenía comunicados con el resto de la nación se hundieron en el pozo inmenso del estruendo. El ataque comienza. A momentos escucho pasar los aviones, ese espantoso zumbido de tábanos a punto de apuñalar una herida abierta. Las balas silban cada vez más cerca. Alguien grita otra vez que nos alejemos de las ventanas, sus marcos explotan en astillas y avientan su bocanada de muerte; por uno de ellos han entrado bombas que dispersan ese gas amarillento que lastima los ojos, que cercena la garganta, que como un fantasma en la vanguardia anuncia nuestra indudable derrota.

Todos aquí adentro tenemos miedo; por supuesto, nunca faltan los que están llenos de coraje y animan a los que, como yo, caemos en la desesperación con facilidad. Sin embargo, hasta para aquellos que sufren de optimismo crónicamente, el único destino que podemos entrever es morir acribillados a manos de las armas de nuestro propio ejército.

El gas lacrimógeno alcanza el rincón donde el presidente empuña su ametralladora. Los médicos lo atienden. Su gesto crispado no borra el entrecejo con el que siempre defendió sus argumentos. Ese fue su talento; ni siquiera creo que sepa disparar un arma. Nadie en esta sala ignora lo obvio. Este gobierno corrió, desde el principio, más riesgos que ningún otro. Las señales nunca fueron sutiles. El coro de los cínicos lo advirtió con su cantaleta: cambiar un país de desigualdad como el nuestro es un bonito sueño; más propio de poetas que de políticos.

Menos mal que el presidente pudo hablar por última vez antes de que la radio callara bajo el peso de las explosiones. Tanto compañero trabajador, estudiante, soldado, empresario, maestro o enfermera que llorará de rabia y desconsuelo. Al menos ahora sabrán que la valentía no es exclusiva de las aventuras de cowboys y de los mártires de la iglesia. Estoy seguro que sus palabras no se olvidaran en décadas: “No tengo condiciones de mártir, soy un luchador social que cumple una tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile: sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás. Que lo sepan, que lo oigan, que se lo graben profundamente: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera, defenderé esta revolución chilena y defenderé el gobierno porque es el mandato que el pueblo me ha entregado. No tengo otra alternativa. Sólo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo”. Llorar con esas palabras es sólo un tributo que la mayor parte de nosotros no pudo evitar.

La batahola se acerca. El presidente, serio y cabizbajo, ordena que salgan todos los que no tienen entrenamiento militar; los sacrificios inútiles son un insulto a la humanidad. Nosotros nos mordemos los labios y sabemos que la sentencia no se aplica a él mismo: él pagará la lealtad del pueblo con su vida. Grupos de personas salen del palacio entre un pantano de escombros y metal. Otros se esconden y se hacen los desentendidos, tienen en los ojos esa misma llama que arde en la garganta del presidente.

Los disparos, los tanques, el clamor de las botas parecen aporrear la entrada del palacio. Un último pelotón leal al presidente se prepara en la habitación contigua. No son muchos. Las órdenes marciales se cumplen a pie juntillas y a pesar de las protestas del presidente cierran las puertas que nos separan de su habitación. El presidente se despide de sus colaboradores. La pesadumbre no nos da tregua, la determinación tampoco. Los cohetes y granadas se confunden con el ruido de las paredes que se derrumban. El bombardeo se intensifica y las hienas están a punto de finiquitar el festín. Una explosión cimbra todo el edificio. El polvo nos sofoca; escuchamos el combate, breve y valiente, que libran nuestros soldados. Esperamos agazapados.

Nos alejamos de la puerta, justo a tiempo para verla derribada por un comando que velozmente somete a todos sin mucho esfuerzo. Una comitiva entra rápidamente, localiza al presidente, lo sujeta un trío de soldados con una gentileza que nadie esperaba. El taconeo apresurado se adelanta y el militar sorpresivamente se cuadra:

–Señor presidente Allende, el Palacio de la Moneda ha sido liberado, los insurrectos están detenidos y puestos a disposición de las fuerzas leales a su servicio. Le ruego me acompañe mientras mis elementos arreglan este desorden. Usted sale de aquí como presidente.

Hay días en los que es necesario soñar que hay poemas que se siguen escribiendo.

Narvarte, Ciudad de México. Miércoles 11 de septiembre de 2013


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