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jueves, 10 de diciembre de 2015

El globo y el tornado



Poniendo la mano sobre el corazón,
quisiera decirte al compás de un son,
que tú eres mi vida,
que no quiero a nadie;
que respiro el aire, que respiro el aire,
que respiras tú.

Amor de mis amores, Agustín Lara.


En el centro de la sala una urna de alabastro se erige como un pequeño rascacielos neoclásico. Semejante a una caja de leche tamaño familiar, el contenedor con remates diamantinos da residencia eterna a las cenizas de mi abuela. Nunca la había visto tan cuadrada. Al pie de la urna se encuentra una foto en la que sostiene, con una pinta de cargador de la merced o chulo de esquina, un cigarro con la mano izquierda. Junto a la foto está una cajetilla de Delicados sin filtro. No sé porque le pusieron tantos cirios alrededor; ella nunca necesitó de iluminación externa para darle la bienvenida a los visitantes. No ha cambiado tanto. Borges diría que bastaba que alguien la mirara para que sonriera. Desde su retrato, con la mirada pícara, me ofrece un cigarro. Nos entendemos. Me adelanto al centro de la habitación, tomo el cigarro y lo enciendo. Los ojos de censura de más de una plañidera me aplastan con desaprobación.

Vengo de otro continente. No es metáfora. Viajé más de veinte horas para ver a los restos de mi abuela. Murió un sábado por la madrugada. Esto, por supuesto, se refiere a la madrugada en Europa. Aquí, debió morir la noche del viernes. En México las cosas siempre suceden antes, se anticipan. En vidami abuela también se anticipaba, en especial a cualquier réplica. Su muerte no fue la excepción. Decidió morir de una hemorragia intestinal masiva: su cuerpo se tragó cinco bolsas de sangre antes del paro cardíaco. Sin previo aviso, sin votación de por medio, en menos de tres horas, radical y definitiva, expiró sin dar oportunidad a nadie de reclamar.

Debió haber sido difícil disponer de su cadáver. La recuerdo perfectamente cuando rechazaba el entierro: abominaba la idea de honrar a los gusanos. Por otro lado, la cremación ofendía su pudor de católica de boda y vestido para estrenar. Además, con la lógica que la caracterizaba, pensaba que acostada sobre la plancha de metal que la conduciría al horno, el frío intenso podría aún hacerle daño: “los cambios bruscos de temperatura dan pulmonía”, sentenciaba. Metidos en el ajo de la disputa y ante mi evidente frustración, su respuesta era proverbial: “Cuando muera quiero que me pongan en un tambo grande para que no me asomen los pies y me arrojen a un barranco”. Maldijo al gobierno cuando le dije que en México arrojar cadáveres a los barrancos era frecuente pero ilegal.

Por fortuna no pudo reclamar cuando decidieron incinerarla. La velaron en casa de una de mis tías. Dicen que llevaba un vestido lila, de esos que ella tardaba meses en buscar y modificar para alguna de sus incontables fiestas. Sus labios de rojo marrón, su perfume floral, su peinado con “Wildroot”, los aretes discretos: la imagino dispuesta a seducir en un asedio de carcajadas a algún nuevo pretendiente. ¿Parece broma? ―No lo es. Ser la hija bastarda de un bohemio introductor ganadero y una mulata cubana siempre tuvo su encanto. En los últimos tiempos, sus pretendientes incluyeron al suegro de una de mis primas y a un misterioso merenguero que nos obsequió dos cajones de gaznates en el último fin de año que la tuvimos con nosotros.

Mi abuela era una anciana que disfrutaba de vivir entre la cita poética y el albur de esquina. Su memoria impecable de Amado Nervo, Sor Juana Inés de la Cruz y la poesía cursi de Antonio Plaza se combinaban con la agilidad mental del son cubano y la elegancia de dandi que nunca la abandonó. Más de uno calló rendido; caer rendida era para ella un inaplazable deber de amor.

Criada en el barrio ostentoso de las Lomas de Chapultepec, mi abuela sufrió el desdén y el racismo de la madre obligada a criar una hija ilegítima producto de los coqueteos del “Señor” y una sirvienta cubana de caderas demasiado amuebladas cuyo destino todos quisieron ignorar. Medio robada de carnes, aplanada de narices, rebotada de mejillas, oscurecida como lodo de Oaxaca y para colmo “olorosa como negro”, mi abuela fue una niña fea que aprendió a compensar la impiedad de la naturaleza con simpatía y atrevimiento. Fue amiga íntima de “la Mayuya Zuno”, hija del alguna vez gobernador y cacique jalisciense José Guadalupe Zuno y que, con el tiempo, se convertiría en el suegro del presidente Luis Echeverría. Desde su infancia, mi abuela gozó de los privilegios que dan la mafia política, la holgura económica y el exotismo.

Aunque en la juventud sus amigas y mi abuela se hicieron celebres por su afición a la pomposidad de los vestidos de noche, su fama se fundó inicialmente en el escándalo. Mi abuela contaba que en las tardes de calor inclemente organizaba grupos de adolescentes desocupadas para recorrer en bicicleta las calles de las Lomas enfundadas en sendos trajes de baño. No fue ni la primera ni la peor ocasión en que mi abuela avergonzó a sus padres. Estudió en varios colegios privados, casi todos religiosos; en ellos convirtió las expulsiones escolares en una forma de realización académica. El amor culposo de su padre sobornó más de una vez a los concejos de religiosas para que admitieran a mi abuela después de que “la nena” saltaba la barda del colegio masculino para atolondrar mozalbetes y desesperar padrecitos. Ella juraba, con un ejemplar del “Tesoro del declamador” en la mano, que los ojos de un joven seminarista la tentaban. Pese a su heterodoxo sentido de la academia, mi abuela logró recibirse como maestra en Español y Literatura en un tiempo en que las mujeres ricas se educaban con el mismo espíritu ornamental con que se arreglaban el peinado.

Puede ser que lo de las tentaciones del seminarista no fuera del todo falso. La verdad es que mi abuela siempre tuvo la saludable manía de entender la vida a partir de las tentaciones. Francisco, su primer esposo, improvisando la estrategia, supo tentarla con promesas: le prometió, como siempre se promete en el amor, la permanencia a raja tabla. Después de la boda, se mudó a la calle de Prado Norte, también en las Lomas de Chapultepec. Su esposo viajaba por trabajo con frecuencia al norte del país. Ella se dedicaba a coleccionar copas, a charlar, a jugar cartas, a organizar bacanales para los compromisos de su marido. La felicidad parecía venir en tesitura de cristal cortado y plática de porcelana. Llenaba las ausencias del marido con la lectura. Amaba los poemas cursis con caudalosos despliegues melodramáticos. Engendró, en ese tiempo, tres hijos y dos hijas; perdió dos. A la niña fallecida, solía recitarle:

El Globo
Ocultar queriendo en vano
el dolor que la devora,
marcha una bella señora
con un niño de la mano;
y muestra en el triste luto
de su severo vestido,
que algún otro ser querido
pagó a la muerte tributo.

Grave va el niño y tranquilo,
mientras a otros ve jugando,
un azul globo llevando
pendiente de sutil hilo.

Mamá―de pronto exclamó.―
¿Por qué lloras sin consuelo?
¿No dices que está en el cielo
la niña que se murió?

¡Ah!, sí, el Señor compasivo
la llevó pronto a su lado.
El niño quedó callado,
pero siguió pensativo,
y tras un momento breve
cortó el hilo sin dudar
y al globo dejó volar
a impulsos del viento leve.

¿Qué has hecho?
Y el muchacho
a decir se precipita:
¡Mandárselo a mi hermanita
para que juegue en el Cielo!

Después de algunos años, los viajes de Francisco empezaron a durar semanas; su nueva socia y comadre lo acompañaba en los negocios. En uno de sus viajes, la ausencia de Francisco se dilató más de lo común. Los meses no trajeron de vuelta al marido; tampoco a la comadre. Francisco, al parecer también adicto a las tentaciones, decidió que la permanencia es una promesa muy larga. Una tarde, mi abuela recibió una orden de desalojo: la casa y sus propiedades habían sido vendidas. Fue quizá una de las pocas lanzadas en la historia de las Lomas. Vivió entre muladares de elegancia en las calles de una de las colonias más aristocráticas de la ciudad. Socorrida por sus amigas, transitó por varias casas del vecindario hasta que terminó viviendo con sus cinco hijos en Tacubaya, en casa de una de sus sirvientas. Raquel recibió a la tribu con una solidaridad que sólo se entiende como pago de la benevolencia con que mi abuela siempre trató a su servidumbre. Raquel era también madre soltera; también mantenía cinco hijos. En el silencio, una recia opresión de desamparo les unía.

Mi abuela contaba que, en plena depresión, se acostó un día para dormir sin parar por semanas mientras sus hijos aprendían que la comida dependía de cuantos cubiertos podían vender y cuantos abrigos de piel podían empeñar en el Monte de Piedad. Vivieron durante años de las pequeñas ventas en la Lagunilla, en Donceles, en Bellas Artes. Los refrendos de las boletas de empeño alcanzaron proporciones de directorio telefónico. Cuando mi abuela decidió levantarse, lo hizo no para trabajar, sino para llamar a sus amigas de toda la vida y dedicarse a jugar póker, bailar, y recorrer las calles de la ciudad de México a bordo del Cadillac de una glamurosa pelirroja que forrada de terciopelo llegaba por ella casi todos los días de la semana. Raquel, su ex-sirvienta, le pidió a mi abuela que se fuera al cabo de algunos meses. Mi abuela era, de nuevo, un mal ejemplo.

Exiliada empezó a recorrer la ornitofauna de Tacubaya. Vivió con sus hijos en cuchitriles de esas calles con nombres como Halcón, Cóndor, Paloma, Canario, Faisán. Una mujer expulsada, desdeñada, repudiada y además inútil en extremo. Eventualmente, empezó a vivir del golpe monótono de la aguja de una máquina de coser que aprendió a manejar en talleres multitudinarios. Trabajaba jornadas extenuantes y gozaba del respeto laboral que en México sigue imperando. El segundo turno, lo pasó durante años como mesera en restaurantes que cambiaba con la misma vertiginosidad con la que llegaba a bailar a las posadas de diciembre. Sus hijas pequeñas no la reconocían; los muchachos, con suerte, la saludaban antes de salir a colectar basura en las casas ricas de las colonias Condesa y del Valle. El tabú familiar me ha impedido corroborar su actividad como prostituta educada. No lo dudo ni por un instante. La vida de cinco bocas y una sexta, que su esposo le manufacturó en una reconciliación fugaz pero productiva, dependían de su trabajo. La única poesía necesaria es a veces la que se come.

Los años pasaron. Sus hijos fundaron sus propios hogares. A los 58 años, edad en que el amor suele cobrar ese tono de bolero bien cocido, mi abuela consumó su último matrimonio con Genaro de 34. Él era, desde la infancia, uno de los mejores amigos de mi tío mayor. En el momento de la ceremonia, la pareja llevaba viviendo juntos cerca de 15 años. La boda fue un escándalo para pudorosos y bocas envidiosas que no escasean en ningún lado. Para mi abuela, el escándalo fue que Genaro la abandonara dos años después con todo el dinero que habían ahorrado. Esa noche decidió no llorar y servir la cena. El dolor era para ella, desde hace tiempo, otro comensal ávido en la mesa. Antes de Genaro, incluso antes de Francisco, sus difuntos como ella llamaba a los amores malogrados fueron variados en edad y talante. Para ella, el desamor siempre tuvo más caras que la memoria.

Mi abuela amaba el año nuevo. Preparó desde siempre con meticulosidad una mesa en que cada servicio contaba con muchos más aditamentos de los que sus pedestres nietos sabíamos usar. Por supuesto, ninguno de nosotros logró aprender el orden de tan barroca etiqueta. Entre los brindis y la cena, su voz recitaba sus propios poemas melosos como capuchinos con forma de cisne. Nunca nos importó el exceso de espuma y chocolate. Mi abuela sabía desdoblar a fuerza de doble sentido el ripio, la rima fácil, el lugar común, la telenovela de Blanca Estela Pavón y Pedro Infante. Escribía de la belleza que transitaba por las bisuterías de Correo Mayor y Tabaqueros, las fuentes de Chapultepec, las uvas de la verdulería, la risa de sus bisnietos, los epitafios de sus difuntos, la cicatriz en la mejilla del flaco de oro.

Ella no necesitó a Rainer María Rilke o a Fernando Pessoa para justificar los misterios de las flores, las estrellas o los oscuros pozos de la miseria. Mi abuela siempre se conformó con su poesía de quinceañera cursi, sus amores de defunción premeditada, sus borracheras con ron y dominó, su calendario atestado de fiestas inventadas, sus carcajadas de helicóptero desbocado, su mirada blanca de ciego bailando danzón.

Los arrebatos de mi abuela eran de los que se tiñen con algodones de azúcar, esas nubes plastificadas con que tanto se demoraba en la Alameda. Su luz, aunque inmarcesible, era de las que se diluyen en las lentejuelas de los aparadores; de las que se embelesan con galanterías de chaqué y flor en el ojal. Su vértigo era de los que, aún en el punto de ese otro lugar común que es la muerte, se regodean de ímpetu. Dicen que mientras la llevaban al crematorio la arcada con la que parió seis hijos se agitó con el contoneo de Agustín Lara. Seguro que bailaba.

No necesitan contármelo. Porque no sé que no digo la verdad, puedo recordarlo. El séquito llega al crematorio. Los hombres cargan a mi abuela. La tierra parece un armario de huesos. La larga chimenea se ve desde la entrada del edificio. Las horas pasan. La lengua de humo se asoma, repentina y densa. Mi sobrino de tres años la mira: ¡un tornado dice! Y todos sabemos que mi abuela podía decir adiós sólo así, como un tornado...










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