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jueves, 21 de enero de 2016

Efemérides. Jorge Ibargüengoitia


Hoy sería el cumpleaños número 88 de Jorge Ibargüengoitia de no haber muerto hecho trizas en un avionazo cuando sólo contaba con 55 años. Para el día de la tragedia, Jorge ya nos había regalado una versión distinta, más inteligente y veraz, de nuestra historia en dos novelas que todos deberíamos leer como requisito para obtener el pasaporte: “Los relámpagos de Agosto” y “Los pasos de López”.

También había encontrado en el corazón de todo mexicano un pueblecillo conservador y ridículo llamado Cuévano que nos hace afectos a la impostura de la corrección política; devotos de la supuesta dignidad de nuestro nacionalismo; reacios a cualquier cosa que critique nuestra mezquindad, nuestro desorden, nuestra injusticia, nuestro mal gusto.

Jorge descubrió que el mexicano, empezando por él mismo, es ante todo un ídolo acartonado que se toma a sí mismo con una seriedad que no merece. Lejos de cualquier pedagogía o moralismo, Ibargüengoitia parece sugerir que la burla despiadada es una de las pocas vías que nos quedan para transformar nuestra realidad. Como es bien sabido, no hay mejor forma de honrar a un escritor que leyéndolo:

La Ley de Herodes

Sarita  me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo enten­der que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del pro­letariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.
No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni tam­poco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó y también la aceptó. ¿Y qué? 
Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico… No me atrevería a continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito jus­ticia. La exijo. Así que adelante…

La Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.

No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexica­nos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra… no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí, que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesia y que nos presentáramos a las nueve de la mañana si­guiente con las “muestras obtenidas” de nuestras dos funciones.

¡Ah, qué humillación) ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creen­cias personales.)

Cuando estuvo guardada la primer muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer no­tar que la orina propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio (por el sul­fato de magnesia) de color amarillo, que al cerrar el frasco se deposita en pequeñas gotas en las pa­redes de cristal. Guardé ambos frascos en sucesivas bolsas de papel para evitar que alguna mirada penetrante adivinara su contenido.

Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión, apretando con­tra mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta me­táfora que acabo de usar es un tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es indepen­diente de mi concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues habla tenido cierta dificultad en obtener una de las nuestras. Llegó como yo, con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.

Desde el primer momento comprendí que la inten­ción del doctor Philbrick era humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física v mentalmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuno mis respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo: él corrió la cortina y luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: “Desvístase.” Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se contraían mis pu­pilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el corazón, me. hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó, otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.

—Hínquese sobre la mesa —me dijo.

Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:

—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.

El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamente “úlceras en el recto”; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.

—Apoye los codos sobre la mesa.

Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo, diciendo: “Vístase.”

Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de man­dil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.
—Me metieron el dedo. Dos dedos.
—¿Por dónde?
—¿Por dónde crees, tonta?
Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.





martes, 19 de enero de 2016

Misión incumplida


Desde que abandoné la casa de mis padres a los 18 años para estudiar la universidad nunca he tenido televisión. Una de las consecuencias de esta anomalía, casi fisiológica, es que con frecuencia mi vida sufre un retraso imperdonable con respecto a la sociedad en la que vivo. Descubrí, por ejemplo, el encanto de series como The Big Bang Theory o Breaking Bad en videos de repetición en Youtube con años de retraso. El caso más alarmante es que empecé a disfrutar de Los Simpson hasta el final de la primera década de este siglo cuando acepté que era virtualmente imposible explicar cualquier cosa a mis estudiantes sin usar alguna referencia de los hombrecillos de Springfield.
 
Como podrá imaginarse el lector, las noticias me llegan con frecuencia tarde. El martes pasado, mientras tomaba un café con algunos amigos me enteré, en una divertida discusión, de la recaptura del Chapo Guzmán. Aunque no entendí bien ni en ese momento ni después el papel que jugó la cursilería de Kate del Castillo y el activismo de Sean Penn me quedó claro que, para el gobierno y para mucha gente, el evento revestía una importancia insoslayable. Como hace algunos años publiqué una tetralogía de artículos a favor de la legalización de las drogas y su relación con el crimen organizado[1], me di a la tarea de ponerme al día sobre este importante suceso. Descubrí, sin mucho esfuerzo, la velocidad con que la prensa mexicana reproducía notas de cuidadosa y relevante investigación periodística que iban desde la operación del Chapo para remediar su disfunción eréctil hasta la orden monumental de tacos de cabeza o pastor que sirvió como pista para la captura del capo.  Sigo la avalancha informativa sobre el caso con el interés profundo que dedico a contar los azulejos de mi baño mientras defeco.

Después de las nauseas que me causó el triunfalismo de los anuncios de parte del gobierno, me di cuenta de que además de los corifeos y aduladores de siempre, varios analistas incluyendo algunos apreciables críticos del desgobierno que sufrimos[2] han postulado que la captura del Chapo Guzmán constituye un acierto que no hay que escatimarle al gobierno de Peña Nieto. Después de meditarlo un par de días, decidí que tal postulado era en todas sus versiones, aún las más modestas,  insostenible. Así pues, la tesis de este artículo encuentra su hábitat en las antípodas de esa opinión: no hay fundamento para considerar esta captura como un logro para la sociedad mexicana en sentido alguno.

Mi propósito no es abrevar de la mezquindad ni apelar al argumento tan repetido por los críticos del gobierno de que esta captura no es más que una cortina de humo que oculta la tragedia que vivimos. A estas alturas, ni la cortina de acero de la guerra fría sería capaz de ocultar la trágica realidad que sofoca a México. Si los soles no se tapan con un dedo, las catástrofes no se ocultan con pantomimas o telenovelas de cuarta categoría.  Esto es obvio para casi todos, a menos que uno sea secretario de estado o se peine con la meticulosidad de un muñeco de lego. Incluso las encuestas, esos precarios instrumentos metodológicos que el filósofo Pierre Bourdieu descalificó como termómetros del parecer político de una sociedad[3], indican que pese a la campaña de triunfalismo emprendida por el gobierno,  una aplastante mayoría de la población empeoró o al menos no cambió su opinión desfavorable sobre el desempeño del gobierno [4]. La sabiduría popular, tan desdeñada por la tecnocracia, sabe que creer en las versiones oficiales implica una inocencia poco común en el país de los desaparecidos, los abusos policiales y la explotación laboral más intensa del continente. Hace rato que los mexicanos comieron la amarga manzana del conocimiento y fueron expulsados del paraíso de la inocencia.

En todo caso, la premisa de que la captura del Chapo es una misión cumplida, un logro que celebrar, una presea que presumir en el extranjero tiene su fundamento en el supuesto de que gobierno y crimen organizado participan en una pugna en la que el gobierno se ha anotado un tanto de último minuto que le reivindica. Bajo este discurso épico, el gobierno se empeñaría por garantizar la seguridad de los mexicanos mediante el ejercicio monopólico y  legítimo de la fuerza; por su lado, el crimen organizado, en particular el narcotráfico, lucharía por extender, con su irrefrenable violencia, su red de jugosos negocios a costa de la población y la defensa de la misma por parte del Estado. En este contexto, un objetivo del gobierno mexicano sería encarcelar a los principales cabecillas de las bandas delictivas para garantizar la seguridad de la población. ¡Cabecilla encarcelado: misión cumplida! Nos anuncia con gritos de alegría el gobierno de Peña Nieto.

Hay guiones que pecan de presuntuosos, otros de difusos, algunos más de simplones o mentirosos. Sin tocar ni siquiera con la punta de uno de sus vértices alguna virtud de la ficción, el guión de la Misión cumplida es más bien la colección de todos estos pecados.

Los defectos comienzan desde la premisa fundacional. Un proverbio muy popular reza: “se necesitan dos para pelear”. A pesar de su amplio uso en la industria de las terapias de pareja, este proverbio no tiene mejor aplicación que ayudar a entender la supuesta lucha del gobierno contra el narcotráfico.

Varios investigadores de incuestionable rigurosidad han sugerido tesis que permiten postular que el gobierno mexicano hace mucho que está tan penetrado por el crimen organizado que es muy difícil sostener que son dos entidades separadas. Edgardo Buscaglia de la universidad de Columbia, por ejemplo, sugiere en una entrevista reciente[5] que debido al grado de penetración del dinero del narcotráfico en el Estado mexicano y la sociedad en general, parece imposible que la detención del Chapo termine en un proceso que desarticule los tentáculos políticos y financieros que corrompen al gobierno. Aunque Buscaglia no lo dice, si el gobierno está tan penetrado por el crimen organizado, es evidente que no es fácil encontrar un criterio viable que permita diferenciar a uno del otro.

Sergio González Rodríguez en su excelente libro Campo de Guerra que mereció el Premio Anagrama de Ensayo 2014 lo pone más claro. Para este autor hace ya tiempo que el estado mexicano es un estado a-legal que implementa, en sus versiones más acríticas, las estrategias de guerra contra las drogas dictadas desde las oficinas estadounidenses. El resultado es un Estado empeñado en militarizar, controlar y vigilar  con medidas cada vez más agresivas a  los ciudadanos. Un Estado, en mi opinión, tremendamente apto para proteger los negocios de la narcopolítica en el que el crimen organizado no es una estructura antagónica del Estado mexicano sino uno de sus componentes constitutivos. Otros investigadores han usado términos como Estado fallido o Estado narco para referirse a un Estado que no sólo ha claudicado en la legítima misión de buscar el beneficio de la población, sino que ha abrazado el crimen en una estructura simbiótica, una dependencia nada velada, una identidad casi amorosa.

Así pues, a diferencia de lo que la tesis de la misión cumplida exige, en este cuadrilátero no hay dos pugilistas en pugna; si acaso un solitario boxeador que simula una batalla contra su propia sombra. Una sombra que ama y a la que no está dispuesto a renunciar.

No está de más reiterar que la guerra contra las drogas obedece a políticas implementadas no por la población mexicana, sino por el gobierno de Estados Unidos. Estás políticas han sido promovidas en varios foros internacionales desde que el ex-presidente Richard Nixon lanzó la guerra contra las drogas en los años sesenta. En todo caso si hay una misión cumplida, esa misión no es un logro para la sociedad mexicana; sino un logro para las políticas impuestas por el gobierno estadounidense. Esto es obvio en primer lugar para el gobierno de nuestro vecino del norte que ni tardo ni perezoso envió una rápida felicitación a su homólogo mexicano. Ha sido posiblemente la felicitación más sincera.

Finalmente, si algo hemos aprendido en estos largos años de masacre por la llamada guerra contra el narcotráfico es que la captura de los cabecillas de las organizaciones criminales no redunda en una mejora en la seguridad de los mexicanos. Me permito en este aspecto citar un artículo que escribí hace algún tiempo y en el que trato con más detalle este tema[6]:

“Digamos que se da el remoto caso en que el gobierno logra detener a todos los cabecillas que fueron emergiendo en los grupos delictivos. Pues bien, ello no sólo no garantizaría la disminución de la violencia, sino que los índices de ésta serían aún mayores: ante un mercado fragmentado, sin organizaciones que lo controlen pero igualmente rentable, se generarían bandas pequeñas mucho más volátiles e intrincadas que, sin recursos prácticos para negociar, echarían mano de una violencia extrema e interminable.

La especulación tiene fundamento. Michael Bagley, especialista de la Universidad de Miami, ha documentado un impresionante incremento de la violencia bajo la prohibición del alcohol en Estados Unidos y después del desmembramiento de los cárteles de Cali y Medellín en Colombia. De hecho, una investigación llevada a cabo por Ami Carpenter en junio de 2010 expone que el encarcelamiento de líderes de los cárteles mexicanos ha ocasionado más violencia para mantener los liderazgos y para apropiarse de las plazas.”

En conclusión, la única misión que se ha cumplido es la de obedecer los dictados de la política prohibicionista impuesta por el imperio. Una misión ajena a la sociedad mexicana y que no lesiona en nada las estructuras criminales asentadas no solo en las citadas organizaciones criminales, sino en el tuétano del mismo gobierno. Una misión que contribuye a mantener la injusticia, la violencia, y la represión económica y social que aqueja a la sociedad mexicana.

En todas partes del mundo los gobiernos sirven, a últimas fechas, para muy poco. Sin embargo, si alguna misión debería tener un gobierno mexicano, ésta debería ser propiciar la distribución de la riqueza, mejorar las condiciones laborales de los mexicanos, luchar por sacar al país del paradigma asesino de la prohibición de las drogas, y desplegar una guerra en contra de la fosa de violencia y tristeza en que el país se encuentra sumergido.

Nadie en el gobierno ha comenzado esa misión: permanece obviamente incumplida.




[1] El lector interesado puede consultar los artículos en varios enlaces de mi Blog en la categoría de crítica social. El primer artículo de la serie se puede consultar aquí.
[2]  Un buen ejemplo de esta posición se puede ver en el programa "Primer plano" del 11 de enero del 2016.
[3] Pierre Bourdieu, “La opinión pública no existe”; se puede consultar aquí.
[4] Por ejemplo, la encuesta del periódico Reforma que se puede consultar aquí.
[5] La excelente entrevista que Paula Mónaco hace a Edgardo Buscaglia se puede encontrar aquí.
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viernes, 8 de enero de 2016

Año nuevo



Los años nuevos son esas arbitrarias bacanales que inventamos para proponer nuevos comienzos. Mientras saborea la docena de uvas más caras del año, la gente se propone adelgazar, ahorrar, leer o viajar con la fe inquebrantable del que aprecia, por sobre todas las cosas, la posibilidad de los milagros. Homo vespa desea que todos sus deseos, por sobrenaturales que parezcan, se cumplan con la puntualidad de los decretos divinos.

Por su parte, a un poco más de dos semanas de su nacimiento, Homo vespa agradece a los primeros patrocinadores que consumaron el proceso de suscripción. Agradece también, al centenar de personas adicionales que expresaron su interés por formar parte de este proyecto y los invita a que, como propósito de año nuevo, terminen su suscripción y se adhieran a esta iniciativa. En este enlace es posible suscribirse por 10, 50, 100, 500 y 1000 pesos mensuales. Es un buen próposito de año nuevo; al menos más barato que la mayor parte de los milagros.

Bienvenido 2016.