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jueves, 30 de marzo de 2017

Triángulo en Nueva York

   Triángulo en Nueva York


 Pauline y Vicenza miran la luz mortecina que apenas ilumina la entrada de la fábrica. Salieron de su casa cuando la obscuridad era aún dueña de la calle. En el marzo de Nueva York, las mañanas de primavera son siempre tímidas: las noches entregan con lentitud cada metro cuadrado. Pauline tiene 21 años; Vicenza 14. Ambas llegaron muy pequeñas desde Italia a América a principios de siglo. Sus padres alquilaron dos cuartos en un suburbio de Nueva York en el que el inglés nunca fue la primera lengua. Los vecinos, orgullosos de su origen, se comunican en una mezcla de dialectos de distintas provincias del mediterráneo. Ellas nacieron en Sicilia; crecieron discretas y pausadas, vigiladas por los silencios de su madre y la amabilidad desdentada de su padre.

Pauline empezó a trabajar en pequeños talleres de costura apenas cumplió los doce años.  Sus manos adquirieron una destreza inusitada para coser delantales, pañuelos y blusas. A los catorce, entró en los grandes talleres de la Triangle Shirtwaist en Manhattan. Todas las mañanas, Padre  y la pequeña Vicenza solían acompañar a la joven hasta la entrada del edificio Asch. En el noveno piso, el lugar de trabajo de Pauline es el mismo desde hace siete años: una silla que ella siente como si estuviera pegada a sus vértebras; una lámpara tuberculosa con cuya luz moribunda ensarta botones y remienda ojales; una mesa poblada de algodón, lino y organdí; un espacio apenas suficiente para acomodar las piernas.

Hace un año que Vicenza se unió a la misma empresa. Las chicas trabajan de lunes a sábado. Ganan algunos dólares por los cientos de prendas que terminan durante las once horas de jornada. Vicenza es más vivaracha que su hermana: juguetona, sonriente y de fácil plática, en los últimos meses ha aprendido que su carisma no es bienvenido aquí. En su primer mes de trabajo, un par de palabras que escaparon de su boca fueron suficientes para descontarle el pago del día y amenazarla con el despido si insistía en hablar mientas cosía. Cuando se enteraron sus padres, la reprendieron sin reserva. Padre ya es viejo y gana menos como albañil en las grandes obras de Manhattan. La familia necesita el dinero para pagar el alquiler. Desde entonces, las palabras aprendieron a morir graciosamente en la boca de Vicenza. Para compensar su silencio, la niña elige por las tardes una mirada juguetona para distraer a su hermana de su agotadora jornada. Debe hacerlo con cuidado. Nikolai el capataz, un rubio miserable cuyos padres emigraron de Polonia, la vigila con insistencia. Espera, agazapado, la oportunidad para echar a las hermanas junto con una decena de mujeres que le desagradan.

Las hermanas entran, caminan por el centro del ala principal de la fábrica. Varias de sus compañeras rusas, judías, polacas, húngaras y rumanas ya están instaladas en las largas mesas. El lugar de Pauline está exactamente frente al de Vicenza. Ambas se sientan bajo la mirada de halcón de Nikolai. Acomodan sus máquinas, las engrasan, se unen al estruendo con que se inunda al aire con las máquinas de coser.

En el fragor, Pauline piensa que por fortuna casi no se escucha a sí misma: no quiere saber nada de ese murmullo que le recuerda que tiene cuatro meses de embarazo. Enzo la miró tres veces salir ya muy noche y cruzar la avenida sin esperar a su padre. La primera vez, Enzo la llamó con sorna. Ella bajó la mirada; no contestó, pero sintió como una sonrisa le nacía en el pecho. La segunda vez tampoco contestó; pero la sonrisa le invadió las costillas, la espalda, el deseo. La tercera vez, Pauline no escuchó a Enzo: un brazo fuerte la tomó de una muñeca y la arrastró a un callejón. Su boca muda por el susto empezó a sollozar cuando Enzo la violó. La sonrisa, que esa tarde se la había instalado en el cuello, se convirtió en una daga llena de llanto que rasgó sus entrañas con el mismo furor con que las tijeras de Pauline rasgan el lino para coser camisas. Ella lleva esas tijeras a todos lados en la bolsa de su uniforme; el llanto lo lleva, también a todos lados, alojado en las entrañas. Enzo jamás volvió a mirarla.

Sus padres no lo saben. Debajo de su vestido, Pauline ha puesto suficientes pliegues para confundir a la cría que teje en el vientre con el frio propio de estos meses. Si Nikolai se da cuenta de que ese bulto no está hecho de tela, no tardará en comunicárselo al patrón para despedir a Pauline y a su hermana.

Pauline, sentada frente a su máquina, siente al medio día un espasmo: pierde el color y sus ojos crispados se clavan en el suelo buscando algún consuelo extraviado. Quiere ir al baño, pero no le está permitido hasta el receso después de la comida. Vicenza lo nota: le dirige una mirada preocupada. La pequeña extiende el brazo a través de la mesa simulando que va a tomar un trozo de tela, quiere alcanzar la mano de su hermana. Un gemido sube por el cuerpo de Pauline. Con un pañuelo en la boca, ella lo reprime y le arranca el ímpetu. El gemido se vuelve tan lento que no llega a sobrepasar la línea de la dentadura, sino que se diluye en algún lugar entre la garganta y los labios. Ahí, en medio del dolor, ella se aferra a la máquina y siente el piso de la fábrica como un destino antiguo y  desierto. Un destino que se apodera de sus piernas, de su cuerpo, de su vientre que se retuerce. Pauline entiende que su hija –porque sabe que tendrá una niña– estará en algún momento frente a una máquina similar y se dedicará, como ella, a reprimir el ímpetu de los gemidos.  Su embarazo, como el de todos los pobres,  es una de las formas más directas de contagiar al futuro de miseria.

Nikolai se acerca con su cabeza de buitre escapando de sus hombros: Vicenza lanza una mirada de alerta a Pauline. Las hermanas se recomponen. El polaco les dedica un gesto de desprecio y sigue su camino con el ceño fruncido, con los hombros inclinados, con algún pedazo de furia atrapado dentro del pecho. Nikolai piensa que las mujeres de la fábrica pertenecen a especies extrañas: judías, italianas, rusas, gitanas. La familia de Nikolai no tiene ni dos generaciones en América, pero él cree que las trabajadoras inmigrantes vienen marcadas por la estupidez y la holgazanería de manera irremediable. No se puede confiar en una sola; si uno quiere que trabajen como deben, se tiene que gastar energía vigilándolas. A la menor oportunidad, esas haraganas escapan a alguna ventana a fumar un cigarrillo, a guardar tela para robarla del taller, o peor aún: a repartir propaganda para formar un sindicato. Son tiempos difíciles. En los últimos años, varias irresponsables se han unido a las protestas contra los patrones de los talleres de costura de todo Nueva York. Han repartido volantes en las calles, dado discursos sobre las aceras, y marchado en manifestaciones que amenazan a la industria. Han sido apoyadas, incluso, por mujeres adineradas que pagan las fianzas cuando la policía encierra a alguna para evitar disturbios.

Para Nikolai todo esto es incomprensible. Los jefes se lo han explicado innumerables veces. Hay demasiadas cosas que dependen de la industria como para permitir desmanes: el desarrollo del país, las ganancias de la empresa, las necesidades de los compradores, el pan para que las familias distraigan el abandono del estómago.  Nikolai está convencido: sonríe de satisfacción cada vez que logra capturar a alguna rebelde. Tan solo en este año, gracias a sus habilidades de sabueso, la empresa ha logrado identificar a una veintena de desobedientes. Todas ellas fueron despedidas de inmediato. El capataz recibió una comisión extra por cada una de las mujeres que se quedó sin trabajo.

La mayor parte de las activistas son judías. Muchas de ellas deben conseguir el sustento de la familia, pues sus maridos están consagrados al estudio del Talmud. Pauline es una de las pocas italianas que han participado en las protestas.  Sus padres, por supuesto, no lo saben. Hace algunos años, siendo aún una de las obreras más jóvenes de la fábrica, Pauline acabó de casualidad con sus compañeras en una asamblea. Mientras decenas de hombres se turnaban la palabra, ella descubrió a una pequeña judía cuya figura tensa era como un torbellino mal contenido. Clara Lemlich, desesperada después de horas de discursos llenos de precauciones, levantó su voz. Pauline nunca olvidará las palabras con las que finalizó aquel discurso:

 “Ya he escuchado a  los oradores. No tengo más paciencia para seguir hablando porque soy una de las que sufre las cosas que se han descrito aquí hasta la saciedad. Creo que debemos dejar de hablar y movernos sin duda hacia la huelga general.”

Miles de hombres y mujeres aplaudieron. Después votaron en yiddish, con la mano en alto:

“Si traiciono la causa que ahora juro, que esta mano se marchite del brazo que ahora levanto.”

Las palabras del juramento fueron traducidas al rumano, al italiano, al ruso, a todos los idiomas necesarios para que fueran entendidas por los colegas que no eran judíos.  La multitud salió a la calle para organizar la primera gran huelga general de Nueva York. La ciudad quedó sorprendida por aquellas mujeres obstinadas que caminaban en medio del viento y la lluvia de invierno con sus vestidos oscuros, sus sombreros amplios, sus abrigos deslucidos. Algunas cargaban aún las máquinas de coser en la espalda.

Aquella tarde, casi como sin pensarlo, Pauline terminó en la primera línea cuando los organizadores decidieron que debían ser mujeres quienes encabezaran la marcha. No levantó la mano, no dio un paso al frente, ni siquiera pronunció su nombre. Sencillamente, se colocó entre las otras chicas de la vanguardia, extendió sus manos para sostenerse de sus compañeras, bajo la mirada, y empezó a caminar con un silencio imbatible. Nada la hubiera obligado a hablar. Nada la hubiera podido detener.

Desde entonces Pauline formó parte de varios comités. Ahora mismo, frente a la máquina de coser esconde, entre la abundancia de las telas de su vestido, volantes que repartirá camino a casa. No es una tarea fácil. Demanda una discreción no muy frecuente. Las líderes de su fábrica han sido despedidas y debe hacerlo sin que Vicenza sospeche nada. Por su parte, desde hace meses Nikolai se encarga de cerrar las puertas de la fábrica durante la jornada para que las activistas no se puedan colar al interior. 

Las mujeres regresan de la comida. Entre cuchicheos que se apagan se acomodan en sus asientos. Vicenza tiene aún en sus manos un pedazo del panqué que comió de postre. Nunca se puede acabar la comida, pero los restos del postre le sirven de alivio cuando el hambre le aqueja por la tarde. Lo come con una habilidad igualmente eficaz para meterlo por trozos en su boca que para vigilar, al mismo tiempo, la sombra del “polaco”. Se sienta en su lugar. No le disgusta su trabajo. Sentir la máquina de coser en sus manos es como galopar en un caballo de metal poco sociable, pero más ruidoso. Mientras maneja las riendas con firmeza, Vicenza hace juegos en su mente: cuenta el número de blusas que ha terminado en la semana, imagina a la esposa de Nikolai como una momia milenaria, sueña con un árbol de navidad que comprará a fin de año. Ella ama, por sobre todas las cosas, la navidad. La espera con una impaciencia de niña que no ha cambiado con su estatus de trabajadora. Aún son finales de marzo, faltan casi nueve meses para poder disfrutar de la nieve, las fiestas familiares y la cena; pero Vicenza ya imagina que las centenas de blusas, los cajones llenos de botones, y las mesas plagadas con telas de distintos tipos, son esa pradera blanca y nocturna con luces de colores en que la gente camina sonriendo sin parar. Vicenza no deja de coser dobladillos mientras piensa con el paladar el pescado tradicional que su madre prepara para la ocasión. Con esos colores en la boca, Vicenza se levanta para ir por una paca de lino azul que necesita para la nueva ronda de blusas. De su lado ya no quedan reservas, tiene que ir al otro lado de la fábrica. Cruza la mitad del piso con presteza. Es entonces cuando ve, en una de las esquinas lejanas, una nube de humo que asciende. Casi tan rápido como la imagen, llegan hasta ella los gritos de alarma que anuncian el incendio...

Sarah es la primera en gritar. Anna es la siguiente. No tarda mucho tiempo en hervir el escándalo. Una chica de unos 26 años, regordeta y con demasiadas pecas en las manos, se dirige corriendo y envuelta en llamas hacia Vicenza. Es como una hoguera que se abalanza. Vicenza salta y logra esquivarla: con el pánico metido en sus lágrimas, corre hacia donde está Pauline. En pocos minutos, siluetas con la piel ardiendo corren también por ese lado del edificio. Grita el nombre de su hermana sin poder verla.

Los alaridos de las mujeres se esparcen, la piel cae con las ropas, el grito de un aire candente quema todas las voces. Las hermanas por fin se alcanzan. El incendio acecha a todas lamiendo las carnes con la punta de sus llamas. Como un niño malcriado o como una epidemia sin remedio, el fuego pasa de vestido en vestido  y de cabello en cabello: el niño hace retorcer los cuellos; la epidemia consume los vientres; ambos devoran las manos despellejadas.

Nikolai grita desesperado en busca de recipientes con agua. Blasfema, insulta y se abre paso a golpes para alcanzarlos. Su bata se enciende en uno de esos movimientos  y el fuego se traga su cuerpo fornido, su mentón cuadrado, su barba hecha una antorcha sibilante. Pauline y Vicenza intentan llegar a la entrada, pero es imposible atravesar un pasillo de estatuas  hirvientes que se agitan en el piso. Decenas de mujeres se arremolinan en las salidas de emergencia. Nikolai y los jefes se encargaron de atrancar todas las puertas para que no se les metieran los agitadores de las calles. Dejaron fuera la revolución; prefirieron encerrar al infierno.

Los ventanales estallan. Si alguien los rompió buscando una vía de salida o el propio incendio quiso invadir el mundo es imposible saberlo. Desde el noveno piso, el edificio Asch vomita cristales sobre los bomberos cuyas mangueras no alcanzan ni siquiera la parte baja del incendio. Las ráfagas de aire helado que ahora entran por los boquetes del edificio avivan las llamas sobre decenas de cuerpos atormentados. En su desesperación, las mujeres saltan al vacío para escapar del manantial de fuego que se les mete por la carne, por los ojos, por los poros de la piel. Algunas que no han sido alcanzadas por las llamas, presas del inaguantable hedor, prefieren saltar antes de oler sus vísceras chamuscadas. En las calles sólo se escuchan los zumbidos de manchas centelleantes que caen del cielo. Son zumbidos instantáneos que se consumen con un aplauso en el asfalto. Montículos de carne encendida quedan esparcidos sobre las aceras.

Por fin Pauline y Vicenza alcanzan el grupo que se arremolina en la entrada. Palas, picos, desarmadores, cuchillos: usan todas las herramientas que tienen para intentar abrir las puertas. Estrellan pedazos completos de maquinaria sin conseguir que las puertas se muevan un centímetro. Una viga que rebota violentamente se le clava en la pierna a Vicenza. Pauline trata de sostenerla y lanza un grito desolado cuando la pierde de vista. Sangrante y desesperada, Vicenza no puede moverse con rapidez y es aplastada por la multitud: ahí quedan su cuerpo de 14 años, su sonrisa pícara, su árbol de navidad y sus postres clandestinos. La delicada cara de la pequeña se pierde deformada entre cadáveres prensados que se acumulan como una montaña de dolor humano. A Pauline sólo le queda luchar por ella y su vientre preñado. La joven se revuelve con sus compañeras frente a las puertas. Sin nada más a la mano, el último recurso que tienen son ellas mismas. Amontonan sus piernas humeantes, sus pechos dolientes, sus brazos gastados, sus caderas desacomodadas, para empujar las puertas con el hígado, con los riñones, con la lengua, con los sexos. El fuego al fin alcanza al grupo y todo se vuelve una pelota de llamas que se sacude sin parar. Las manos, los brazos, las cabezas terminan en un baile luminoso y macabro. Pauline y su hija se suman sin remedio a la locura de esa danza. La madre y la hija se unen a la tía: un triángulo convertido en pedazos de carbón sin tiempo.

Como labios de un rostro severo las puertas de la fábrica se sellan con obstinación: todas las costureras del edificio Asch corren la misma suerte. Las puertas se abrirán después para que Padre pueda buscar a sus hijas. Padre no las encuentra. Nadie encuentra a nadie. Hay quienes dudan si esas mujeres de verdad han existido. *




*El 25 de marzo de 1911 se incendió la sede de la fábrica Triangle Shirtwaist en los pisos 8, 9 y 10 del Edificio Asch en Nueva York. Ahí murieron alrededor de 123 mujeres y 23 hombres. Esta tragedia es uno de los referentes históricos más importantes que se conmemoran el 8 de marzo, día internacional de la mujer trabajadora. Una de las mejores crónicas del suceso es: Triangle: The Fire That Changed America por David von Drehle. El Edificio Asch, hoy rebautizado como Edificio Brown, se encuentra entre Greene Street y Washington Square East en Manhattan. Hoy en día es ocupado por la Universidad de Nueva York.





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miércoles, 15 de marzo de 2017

AMLO y los “provocadores” de Nueva York

AMLO y los “provocadores” de Nueva York


Andrés Manuel López Obrador fue interpelado en un mitin en Nueva York hace un par de días por Antonio Tizapa, uno de los padres de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Lo que se observa en la versión integra del video que se popularizó en Internet es que AMLO no sólo trato de defender el derecho de los manifestantes a expresarse, sino que incluso trató de contener la represión por parte de sus seguidores hacia los mismos. Sin embargo, conforme avanza el video, el dirigente de MORENA optó por descalificar repetidamente al señor Tizapa y sus acompañantes como “provocadores”. AMLO repitió la descalificación en la calle. Buena parte de los medios aprovecharon el suceso para atacar a la figura del dirigente de MORENA. Por su parte, periodistas como JenaroVillamil o Luis Hernández López (Astillero) sugirieron que esto podría ser  parte de un montaje pagado para afectar la figura de López Obrador. La mayor parte de los comentarios en las redes  descalificaron la protesta de manera inmediata bajo el mismo argumento. Parece que que no se puede admitir que el señor Tizapa llevó a cabo una manifestación totalmente legítima por convicción propia. Las notas recientes en Desinformémonos y Animal Político indican que el señor Tizapa ha sido parte de las protestas por Ayotzinapa desde el inicio del movimiento, y que no hay razón para acusarlo, sin ninguna prueba, de ser parte de un montaje pagado. En el video de abajo se puede encontrar un conmovedor testimonio por parte de Silvia García, hija de un padre secuestrado y asesinado hace años, que participó directamente en la protesta durante el mitin de AMLO.


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martes, 7 de marzo de 2017

Conferencia Cherán: la invención de lo imposible


Cherán: la invención de lo imposible

“Si ha de surgir un nuevo pensamiento revolucionario tendrá que absorber 
dos tradiciones desdeñadas por Marx y sus herederos: la libertaria y la poética.”

Octavio Paz, Itinerario, p. 69.

“Una política de emancipación radical no se origina en una prueba
 de posibilidad que el examen del mundo subministraría.”

Alain Badiou, Condiciones, p.210.

                                                                                    

México: la fosa

Alain Badiou, uno de los filósofos más importantes del siglo pasado y lo que va de este, postula que el siglo XX estuvo marcado por una “pasión por lo real” cuyo ejercicio se cristalizó en el crimen masivo, en la crueldad sin mesura. Badiou nos recuerda que durante la segunda guerra mundial, el régimen nazi, esa máquina asesina, colmó nuestra imaginación con la realidad de un horror pocas veces registrado en tal bestialidad y desolación. A partir de entonces, las imágenes de esas montañas de cuerpos de judíos, de gitanos, de discapacitados, de homosexuales, masacrados y sepultados en fosas multitudinarias, serían para siempre un símbolo del mal absoluto. Ante esas imágenes, nuestras miradas llenas de espanto se retiran, los párpados se cierran, las caras se voltean. Estamos ante un mal que repugna; que se resiste a ser visto, a ser entendido, a ser aceptado, incluso a ser pensado.


Pero, Badiou precisa, todo lo que no se piensa persiste, se repite. En otros lugares, en otras latitudes, la crueldad humana cobra nuevas formas. En México, vivimos nuestro propio holocausto. El gobierno mexicano desató desde hace más de diez años una guerra que a la fecha ha asesinado a centenas de miles de personas. Bajo el discurso hipócrita de la defensa del Estado de Derecho, de la guerra contra el narcotráfico, y de la lucha contra la delincuencia, el gobierno mexicano y el crimen organizado han llenado el territorio nacional de borbotones de sangre. El aire que respiran los mexicanos viene cargado, desde hace años, con un tufo de cadáver recién acribillado. Bajo la complacencia y participación de todos los partidos políticos, las montañas de muchas regiones de nuestro país se han convertido en fosas clandestinas en las que los familiares de los desaparecidos se arriesgan, en absoluta orfandad, a buscar los restos de sus seres queridos.


Hoy, pensar a México es pensarlo desde sus salientes más punzantes: desde las fosas con que el territorio nacional se ha convertido en un osario; desde el crimen de estado con que se organiza el asesinato, la desaparición o la simulación masiva. Pensar a México es, hoy en día, dolerse de él: desgarrarse como nos desgarra la injusticia, el bochorno del asesinato sin sentido, la estupidez hecha cuerpo desmembrado. A fin de cuentas, las fosas  de Jalisco, las de Morelos, las de Iguala,  las de Cocula, las de San Fernando, no están, en su esencia, tan lejos de las fosas nazis de la segunda guerra mundial.


Ante la debacle, con un gobierno obsesionado en mantener el peinado y aparecer en las notas de revistas del corazón, el mexicano común está destinado a ser una víctima del abuso permanente. Según parece, la única alternativa que tenemos es cuidar de nuestra familia, nuestros amigos y nuestro trabajo cada vez peor pagado. En fin, cuidar nuestro jardín y nuestro huerto y desear con todas nuestras fuerzas no ser la víctima siguiente.


Sin embargo, aquí y allá, numerosas voces de resistencia sugieren que hay otras posibilidades que se vislumbran raquíticas, improbables; quizá fundadas llanamente su mera imposibilidad.


La historia reciente de la lucha del pueblo de Cherán es una de esas voces  de resistencia: un excelente ejemplo de cómo los pueblos originarios –lejos de asumirse como simples víctimas de una cruenta realidad–abren horizontes inéditos de participación política y se defienden de un sistema cuya voracidad destruye por igual ecosistemas, pueblos, culturas y seres humanos. No son los únicos. Las luchas sindicales, el gasolinazo o las protestas contra la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa son voces que nadie puede ningunear. El pueblo Yaqui defiende sus recursos pese al asedio permanente del gobierno; los huicholes se organizan para defender los territorios en los que por siglos han llevado a cabo las ceremonias que le dan sentido a su cultura, a su universo; los hermanos zapatistas desde el sureste nos muestran, desde hace años, que si hay una esperanza, ésta no se encuentra en los partidos políticos y la política tradicional, sino en la propia capacidad de auto-organización.

Es justo en esa vertiente de la creación política que se debe pensar el movimiento de autodeterminación de Cherán. No como la encarnación de alguna receta comunista ni anarquista ni siquiera indigenista, mucho menos como una emulación del zapatismo o del pueblo yaqui ni siquiera como una continuación histórica  de otros movimientos que tuvieron lugar tanto en Michoacán como en la propia comunidad de Cherán; sino como un horizonte político, pleno de legitimidad y potencia, que elige la fundación radical de la política con todo lo que ello implica: maquilar su propio discurso, crear sus propias estructuras de discusión, organizar sus propias prácticas de seguridad y economía; inventar, en concreto, su propio mundo.


Cherán: los caminos de lo imposible

La mañana del 15 de abril del 2011, un grupo de alrededor de 10 mujeres del municipio p'urhépecha de Cherán, Michoacán, detuvieron a una de las centenas de camionetas que todos los días cruzaban el pueblo para transportar madera robada de los bosques de la comunidad. Las camionetas siempre iban tripuladas por hombres armados hasta los dientes. Desde al menos el 2008, los criminales no sólo habían arrasado los bosques cercanos de Tres esquinas, Pakárakua, San Miguel, Cerritos los Cuates, Carichero, Cerrito de León, Patanciro y El Cerecito, sino que asesinaron, insultaron, humillaron y amenazaron a cualquiera que insinuara un reclamo. Al parecer, también violaron a varias jovencitas.  Las múltiples denuncias de la comunidad naufragaron por años en un valle de silencio e indiferencia en las oficinas de gobierno.

En general, la agresión sexual a las mujeres del lugar era pan de todos los días. Rosa[2], una cheranense de 34 años de edad, cuenta con los ojos y las mejillas a punto de reventar:
“Ya cada que pasaba, decían: ya se va a acabar la madera; pero seguimos con las viejas de aquí de Cherán, decían.”

Rosa fue parte del grupo de mujeres que detuvo a la camioneta mencionada en la esquina de Allende y 18 de Marzo, cerca de la Iglesia del Calvario, en el Barrio Tercero de Cherán. Esas mujeres no usaron ningún camión o auto para cerrar el paso a los talamontes. Tampoco recolectaron armas previamente ni planearon una emboscada. Ni siquiera se pusieron de acuerdo un día antes. Los únicos vehículos con que se enfrentaron a los criminales fueron sus cuerpos. Los suyos eran cuerpos hechos de los mismos átomos que los de los demás: con los mismos tejidos, las mismas cicatrices, las mismas asimetrías de carne, las mismas redondeces, los mismos granos, los mismos excesos. Es decir, en principio, cuerpos como cualquier otro y como ningún otro.

La verdad es que frente a ese grupo de hombres armados, los cuerpos de esas mujeres eran cuerpos que pudieron terminar baleados en cuestión de segundos. Ahí hubieran quedado los huérfanos, los viudos, las madres con las lágrimas rebotando en los regazos. Por fortuna no fue así. Aunque después se sumaron los jóvenes y el pueblo entero, el horizonte para transformar la realidad se constituyó, al menos en los momentos iniciales, por un manojo de cuerpos de mujer: cuerpos quebrantables, precarios, vulnerables, en perpetuo riesgo de perderse en el abismo de la muerte. Cuerpos que en ningún momento perdieron el miedo; tampoco la rabia, la ira, el coraje necesario para transformar su mundo. Como dice Rosa:

“Nomás detuvimos los carros. Se daba miedo. Pero al mismo tiempo se daba miedo y coraje de que no podíamos hacer otra cosa más que de echarle ganas. Los señores trataban de aventar el carro así. Pues el carro así pa'rriba. Se levantaba como parándose de llantas. Y nosotros pus lo parábamos. Era mucho coraje […] pero teníamos un como temorcito dentro del corazón. […] Se decide uno a levantarse porque ya no le importa a uno el coraje, y así pues.”

Ese 15 de abril por la tarde, la mayor parte de los 15,000 habitantes del pueblo se reunió alrededor de fogatas que instalaron en sus barrios, en sus esquinas, afuera de sus casas. En esas mismas calles de las que habían sido expulsados por la complicidad del crimen organizado y el gobierno local. Cherán en p'urhépecha significa asustar. Los habitantes de este pueblo descubrieron que en esas fogatas podían no sólo compartir el susto, el miedo, el pánico cada vez que las alarmas anunciaban que regresaban “los malos”. Ahí, junto a las llamas protectoras, también compartieron la ira, el café, la dignidad, el té de nuriten, el mezcal, el amargo y la cena.

En las primeras semanas del movimiento, los cheranenses expulsaron a los talamontes ilegales, a la policía coludida con el crimen, al presidente municipal y a todos los partidos políticos. El pueblo entero se organizó en una forma de democracia innovadora que desde entonces se concentra en la participación directa en más 150 fogatas instaladas a lo largo y ancho de la comunidad. La Suprema Corte de Justicia de la Nación aprobó una controversia constitucional que permite a Cherán regirse por sus usos y costumbres. Eligieron, en voto público, un concejo mayor formado por 12 notables llamados Keri (grandes). Todos ellos propuestos primero en sus fogatas, elegidos en sus asambleas de barrio y designados por la asamblea general. La mayor grandeza de estos Keri es que no son autoridades. Como lo explican con orgullo los habitantes de Cherán: al interior de la comunidad “los Keri son sólo representantes; la única autoridad es la asamblea”. Lo que esto significa de manera práctica es que los Keri sólo pueden ejecutar las decisiones que se toman en fogatas y asambleas y pueden ser relevados de su puesto en cualquier momento que la asamblea lo decida. Algo bien distinto a lo que pasa con el resto de los representantes del país.

Como resultado de esta nueva política, Cherán no participó en las elecciones federales del 2012 y  2015. El pueblo no se llenó de propaganda ni de las componendas, sobornos y promesas con las que todos los partidos políticos de este país operan. En mayo del 2015, Cherán eligió, por usos y costumbres, su segundo Concejo Mayor. A la distancia de casi seis años, la comunidad enfrenta un sinnúmero de desafíos al interior y de presiones continuas del exterior. Sin embargo, pase lo que pase, el municipio de Cherán ha dado testimonio de cómo crear una política muy distinta a la que tiene a este país ahogado en sangre.

No obstante, desde el comienzo del movimiento y hasta la fecha, la mayor parte de los analistas, estudiosos y políticos han mostrado escepticismo, cuando no hostilidad y desdén, hacia el proceso que se lleva a cabo en Cherán. Para muchos, es imposible que una pequeña comunidad p'urhépecha despliegue de manera duradera una política que desafía los límites establecidos por las instituciones gubernamentales, los partidos políticos, los medios de comunicación y las empresas. “Es imposible que Cherán dure”, dijeron muchos hace cinco años. “Es imposible que Cherán sobreviva”, dicen muchos cinco años después. Es tan imposible como que 10 mujeres detengan a un doble rodado tripulado por un comando de criminales armados con AK-47; tan imposible como que los huicholes detengan el avance de las mineras canadienses en Wirikuta; tan imposible como que los zapatistas existan desde hace más de 30 años; tan imposible como que la política signifique algo más que el andamio de corrupción y  con que se gobierna a este país.

Quizá la política, al menos es la tesis de este trabajo, la política como se practica en Cherán sea justo eso: una especie de compromiso con la imposibilidad en sí misma. La política como una suerte de alfarería de lo imposible; como un telar en el que ―a contrapelo de lo que nos dictan los partidos políticos, las instituciones y los gobiernos― se teje un rebozo imposible que atraviesa y cobija a todos los que participan en ella. O quizás esta política sea como una máquina sin poleas ni engranes en la que se fabrican palabras imposibles como justicia, verdad, dignidad o comunidad; palabras que se afirman como realidades concretas a partir de los despojos de la imposibilidad. De ser eso cierto, la política de Cherán tendría algo que ver con otras luminosas imposibilidades del universo. Tendría que ver, por ejemplo, con las imposibilidades en los acontecimientos del amor; con los cataclismos infinitos de los vientres cuando se acarician; con las frases de los poetas cuando deciden hacer erupción; con las espirales matemáticas cuyo imposible absoluto intuyó Arquímides; con las alas de los coleópteros excesivas de puro vértigo; con la infinita ancianidad de los celacantos; con la imposible persecución de los electrones; con la excesiva obstinación de los universos cuando copulan. Cherán tendría que ver con todas las imposibilidades que hacen de este universo un escenario de la vida.

La imposibilidad del relator

Las imposibilidades artísticas, científicas, políticas o amorosas son diversas, elusivas, multifacéticas. Como las sustancia minerales llenas de aristas no permiten que las capturemos sin que nuestra piel se rasgue y se perfore en el intento. Las imposibilidades tienen el encanto del olor de lo singular y al mismo tiempo convocan verdades para todos. Son verdades que exigen, que demandan, que arrebatan. No nos permiten limitarnos a su mera contemplación o a su deleite como espectáculo. Parafraseando alguna novela de Alessandro Barico, es absolutamente improcedente asistir o atestiguar el desarrollo de una verdad de lo imposible sin considerar la aspiración a vivirla, sin desear persistir con ella.

Relatar una política de la imposibilidad como la que se desarrolla en Cherán exige, por lo tanto, una porosidad: más que empatía, una disposición permanente a ser atravesado. Hay que olvidar la cómoda silla del aula en la que estudiamos, rechazar la ingenuidad de los círculos de estudio en los que resolvemos el mundo a punta de porros y cervezas, y desechar las seducciones del turismo  revolucionario, con todo y el morral bordado de Guatemala. Es necesario relegar de alguna forma las taras más acuciantes de la comodidad del gabinete universitario, del salario del doctorado; de los vicios enquistados en el escritor, el documentalista o el reportero. En concreto, relatar una imposibilidad demanda inventarse con ella; arrojarse a sí mismo al ámbito de lo imposible como única forma de hallar las palabras o las imágenes  de una historia repleta de nudos con verdades que se mueven como peces inquietos en el océano.

Eso no significa que esas verdades sean inalcanzables. En el fondo, las verdades de lo imposible son accesibles para todos. La única condición que imponen estas verdades es ética: como nos enseñaba Immanuel Kant ya desde hace siglos, estamos obligados a rechazar el cinismo para acceder a la verdad.

No es una demanda sencilla. En un ensayo titulado “Literatura y Estado”, Octavio Paz hace décadas ya advertía que uno de los principales vicios de la actividad intelectual en México es que quienes la ejercen dependen o han estado asociados en demasía al grupo que detenta el poder. La cercanía al poder institucional es una de las formas más claras de caer en el cinismo. Es indudable, muchísimas veces escritores, pintores, estudiantes, periodistas, profesores y científicos han contribuido con su pasividad o franca cooperación a apuntalar el régimen de injusticia en el que vivimos. En el peor de los casos constituyen un brazo más de lo que Louis Althusser denominó los aparatos ideológicos del Estado.

En pleno antagonismo, Paz nos advierte que el único patrimonio ético que tiene el intelectual es la independencia de su crítica. La poesía, la narración, el periodismo pueden mostrar el mundo a través del ejercicio riguroso de la imaginación crítica. En México, esto casi nunca es así. En una parte del espectro político intelectuales como Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín y, en tiempos del salinismo, el mismo Octavio Paz, olvidaron que una condición necesaria de la crítica es la distancia al poder institucional. En la llamada izquierda partidista, gente como Elena Poniatowska, John Ackerman o Jaime Avilés pasan por alto que el rigor de esa imaginación crítica  impide sumarse a cualquier proselitismo partidista por más convincente y seductora que parezca la Morena.

Hay, por supuesto, ejemplos mucho más obscenos. Valga un ejemplo claro como pocos. Hace poco más de tres años, el 28 de septiembre del 2012, durante una entrevista en televisión, Cristina Pacheco deslizó, con una malicia inocente, una pregunta al decano del periodismo servil en México: Jacobo Zabludovsky.

—Ryszarda Kapuściński, [probablemente el mejor periodista del siglo], dice que [el periodismo] no es un oficio para cínicos, ¿qué opinas?

Zabludovsky carraspea, duda, titubea, suelta una risa insegura. Al final evade la pregunta con el pretexto de darle voz a las llamadas telefónicas por parte de los televidentes. La incomodidad de la alusión se diluye entre risas. De manera esperable, el imperativo ético en el periodismo que demanda Kapuściński y que podríamos extender a la literatura, a la investigación y la vida, se le atraganta al ex-emperador de las noticias en Televisa.

En sus últimos tiempos, expulsado de su trono de privilegios, Zabludovsky hizo un mea culpa y su arrepentimiento de fariseo fue saludado por no pocos de sus antiguos detractores. Oscuros debieron ser los días de la memoria para que la negra figura de Jacobo Zabludovsky se haya convertido, en muchos ámbitos, en la de un adalid de la dignidad del periodismo. Quizá tan cristiana amnesia por parte del pueblo mexicano no esté del todo injustificada. A la luz de la rigurosidad y el compromiso periodístico de Ciro Gómez Leyva, Joaquín López Dóriga, Carlos Marín, Ricardo Alemán o Javier Alatorre —sólo por nombrar algunos— , el arrepentimiento de Zabludovsky se antoja menos miserable. Después de todo, el corazón magnánimo de México sabe bien que en el país de los ciegos el tuerto tiene derecho a tropezarse unas cuantas décadas. 

Es un hecho: el periodismo y casi cualquier actividad intelectual en México está casi siempre  relacionada con la desvergonzada defensa de intereses nunca declarados del poder en turno. En este contexto, la referencia a Kapuściński suena por lo menos ingenua. En un medio tan árido y manipulado, donde además campean la competencia y la egolatría, el cinismo no sólo parece ser útil, sino que se erige como la más plausible estrategia de adaptación profesional. Los más se adaptan con presteza y difunden la opinión del que les llena mejor los bolsillos o les asegura alguna tribuna o coto de poder. Son los intelectuales cínicos: esos contraejemplos de la tesis del periodista polaco.

Sin embargo Kapuściński tenía razón, “[el periodismo] y para los fines de este ensayo yo agregaría el relato de cualquier verdad no es un oficio para cínicos”. En contra de las lecturas superficiales, Kapuściński precisa: “ El verdadero periodismo...”. Es decir, esta afirmación aplica al periodismo que apunta a la verdad, esa categoría tan vilipendiada y mal entendida a últimas fechas. A diferencia de lo que popularmente se cree, la verdad —a la que se refiere Kapuściński y cualquier otra— no se fundamenta en la descripción exacta y objetiva del mundo en el que vivimos. Desde Immanuel Kant en el siglo XVIII, sabemos que esa verdad fundada en una objetividad desnuda y transparente es una ilusión: acaso un lindo ideal que guía nuestro conocimiento del mundo. Por otro lado, la verdad tampoco está relacionada con esa actitud que muchos defienden bajo el discurso de la neutralidad: una supuesta asepsia moral que teóricamente descansa en los datos y que asegura la imparcialidad ante una realidad enmarañada y llena de antagonismos.

En esta confusión, objetividad y neutralidad así entendidas son, en el mejor de los casos, los nombres con los que se quiere evocar el rigor que acompaña un trabajo hecho con pulcritud y minuciosidad. Con mayor frecuencia, ambos conceptos se erigen como dogmas de una modernidad acrítica y mal entendida; nostalgias anquilosadas que ni las ciencias más exactas pueden defender sin trastabillar.

En el fondo, en las situaciones concretas, consciente o inconscientemente, todos tomamos partido y es en esas situaciones en que nuestra subjetividad es atravesada que la verdad se propone en nuestros fines, en nuestros conocimientos, en nuestras narraciones, en nuestras decisiones.

Para Kapuściński esto está claro desde el principio: “El verdadero periodismo es intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio.”. En Kapuściński, el cambio tiene el objetivo explícito de darle voz a los pobres y oprimidos del mundo. Lejos de la impostura de la neutralidad, en esa acción intencional habitan el arrebato de una pasión subjetiva, la toma de una posición inevitable, el despliegue de una verdad en permanente recreación. En palabras determinantes de Kapuściński, el relato es inviable para “el que cree en la objetividad de la información, cuando el único informe posible siempre resulta «provisional y personal»”. Empero, este carácter provisional no embarga pobreza o impotencia alguna: justamente porque es imposible describir definitivamente y a exhaustividad el mundo, tenemos la responsabilidad de contribuir y proponer, con la veracidad de nuestros relatos, un espacio de lucha por la justicia y la libertad. Es esa responsabilidad la demanda que se nos impone para capturar la imposibilidad; es esa responsabilidad el único antídoto posible contra el cinismo.

Lo hemos visto muchas veces, desde el despotismo de las oficinas gubernamentales se construye la verdad histórica: una colección de mentiras concebida como una lápida destinada a clausurar la indagación, a imponer la ignominia, a cercenar no sólo la historia, sino las historias. En este contexto, la actividad del profesor, del estudiante, del escritor o el intelectual cobra toda su relevancia. Con la férrea convicción de que la historia se construye en la multiplicidad y desde abajo hacia arriba, la memoria condensa los detalles, asienta las singularidades, los nudos personales que los discursos oficiales, académicos, o mediáticos, con tanta frecuencia desdeñan. Los relatos de los sueños, las frustraciones, las inconsistencias y valentías de las personas concretas constituyen, en sí mismos, una rebelión imposible en contra de la opresión monolítica de la verdad oficial. Los relatos terminan por embargar una potencia quizá no prevista: proponen desde su seno abundante la riqueza de la verdad múltiple de los que han sido liberados por algún acontecimiento. 

Jhon Berger, un colega afín en toda dimensión, sentencia en una plática con Kapuściński: “Lo contrario de un relato no es el silencio o la meditación sino el olvido.” Es en este sentido que, alejado del cinismo, el profesor, el estudiante, el escritor, elige la verdad por más imposible que parezca; la verdad que reside en resistir al olvido, preservar la rabia, reinventar el silencio, el grito, la lucha. Elige, como en su momento lo hicieron los habitantes de Cherán, inventar de nuevo la libertad, la justicia, la solidaridad.  Inventar de nuevo el imposible.





Marzo del 2017

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